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miércoles, 15 de mayo de 2013

TRADUCCION POETICA

DEL CONDE DE PLATEN Y HALLERMÜND
Traducción Antonio Belaunde Moreyra

Dedico este terceto de poemas
a quienes puedan hacerle suyos,
para que el horrible sufrimiento
que eso conlleva haga que el
buen Dios los redima


Tristán
El que la belleza ha visto con sus ojos
Está ya a la muerte entregado.
Para ningún oficio servirá en la Tierra,
Sin embargo, temblará ante la muerte,
El que la belleza ha visto con sus ojos.

Cuando el dardo de lo bello ya encontrado,
Eterno le rige el dolor del amor,
Pues al pobre en tierra sólo espera
El conocer de semejante suerte,
Cuando el dardo de lo bello es encontrado.

Ah, él quisiera, cual la fuente, extinguirse.
Cada aliento del aire le envenena
Y la muerte exhala cada flor.
El que la belleza ha visto con sus ojos,
Ah, él quisiera, cual la fuente extinguirse.

Gacela
Yace en un dolor humano,
En una humana herida, nada.
Le importa lo que el enfermo gime
Eternamente al sano nada,
Y si no fuera la vida corta
Que por siempre el hombre del hombre hereda,
Se diera digno de queja
Sobre esta vasta redondez, nada.
Monótonamente nace natura,
Más de mil formas es su muerte.
Pregunta el Mundo por mi fin,
Por su hora postrera, nada.

Y el que no se rinde voluntario
A la dura suerte que lo espanta,
Se odia en la tumba sin remedio
Y siente en ese abismo, nada.
Esto lo saben todos, mas lo olvida
Cada uno, a sabiendas, cada día.
En tal sentido venga entonces
En delante de mi boca nada.
Olvidad que el Mundo os engaña
Y que nuestro deseo sólo deseos engendra
Nada dejéis escapar a vuestro amor,
Esconderse a vuestro saber, nada.
Espera cada uno que el tiempo
Le dé lo que a nadie dio,
Que cada uno intenta ser un todo,
Y cada uno es, en verdad, nada.

O süsser Tod
Oh dulce muerte que a todos los hombres espantas,
De mí recibes sólo alabanzas.
Cuán frecuente y arduamente he pugnado hacia ti,
Hacia tu sueño, del que nada despierta.
Vosotros, dormidos, vosotros, por la Tierra cubiertos,
Arrullados por eternas canciones de cuna,
¿habéis consumado alegres el cáliz de la vida
Que acaso sólo a mí como veneno sabe?
También a vosotros, temo, os ha turbado el Mundo,
Frustradas fueron vuestras mejores obras
Y vuestras más caras esperanzas destruidas.
Por eso, bienaventurados todos los que pedisteis la
                                                                              Muerte,
Vuestra ansiedad fue aquietada, vuestra súplica oída,
que a cada corazón trituró al fin una lápida.


Nota.- En una recepción de verano en un jardín de Copenhague conocí a una hermosa dama joven que me dijo ser la esposa del Graf von Platen und Hallermünd, él mismo sobrino y heredero actual tras varias generaciones del gran poeta de la época romántica, contemporáneo de Víctor Hugo, quizá el primero de los vates malditos antes que Gérard de Nerval y Charles Baudelaire (habría que citar también a su coetáneo italiano Giacomo Leopardi y como predecesor de todos a William Blake); pero me dijo que desgraciadamente se veía obligada a divorciarse de él. “Claro que lo quiero muchísimo porque es bello,  elegante y encantador. Pero el día de nuestro matrimonio, cuando se habían ido los invitados, sólo nos quedaba por todo  bien material un espléndido castillo de ladrillo rojo reverberante como los que hay en torno a Copenhague, pero totalmente vacío, porque los muebles, los cuadros, las alfombras, las lámparas y todo lo demás había sido pignorado, un automóvil Volkswagen de esos que llaman escarabajos y una botella de champagne es todo lo que nos queda. Es encantador, rubio como el sol, sus ojos azules como el cielo del mes de Junio, es la imagen viva de su tío el poeta  y descendiente de la gran familia del principado germano-danés Schleswieg-Holstein, pero así no se puede vivir, y por eso nos estamos, muy a mi pesar, divorciando”.
Entonces yo le dije que había traducido algunos poemas del Conde de Platen al castellano. Me respondió: “Démelos, los necesito”. Pero lastimosamente no la volvía a ver, de modo que nunca pude entregárselos, ni siquiera supe cuál era su nombre de soltera.
Pero le dedico las traducciones y este escrito por si alguna vez el presente libro cayere en sus manos. Va con toda mi nostalgia del bello reino de Dinamarca. Quizá deba agregar que el Conde de Platen murió joven ahogándose voluntariamente en las tibias aguas del Golfo de la Spezia, entre sus bocas del Lerici, con colgantes olivos y Porto Venere con su templete no sé si cristiano o pagano –te acuerdas?-, que los italianos llaman il golfo del poeti. Que Dios lo perdone y lo tenga en su santa Gloria.


viernes, 3 de mayo de 2013

PERU PERSONA SOMBRE Y ALMA


PERU PERSONA SOMBRA Y ALMA
ANTONIO BELAUNDE MOREYRA

ADVERTENCIA

Este ensayo fue presentado como ponencia ante la Sociedad Peruana de Filosofía hace ya varios años (en octubre de 1997). Él pretendía constituir el proemio de un libro que me había propuesto escribir y lo he hecho sólo en parte, con la idea que llevara el mismo título que he asignado a la ponencia.  Una primera versión de este trabajo fue leída en el Congreso Mundial de Filosofía Católica que tuvo en Lima en el mes de noviembre de 1992.  Todo lo dicho allí está preservado en el presente texto, pero hay muchos elementos más que han sido interpolados en paulatina reelaboración posterior.

            Debo también advertir que es mi intención publicar  el  libro  en   ciernes  bajo un seudónimo: Benito Cóndor,    pero   no  por  deseo  de  ocultar  mi  identidad, sino de ponerme bajo la advocación de San Benito  de  Nicea, patrono de la civilización  occidental  y cristiana, a la que  el  Perú  pertenece por incorporación indeleble e irreversible, y  volar  alto, como  los  cóndores, siempre  que  ese  privilegio  no  me sea  negado.  Por  lo  demás,  en  la   pila  bautismal  me  llamaron   Antonio, Benito, Gabriel,  José;  así,  Benito  soy   también  yo,  y   mi   apellido,   Belaunde,  significa al parecer en vascuence “cuervo grande”, es decir, obviamente, cóndor.

Otro punto sobre el que conviene advertir al lector es que el presente trabajo no constituye un estudio monográfico dentro de los cánones del rigor académico, ni lo será tampoco el libro al que en principio ha de servir de proemio, razón por la cual no insistirá sobre medida en la probanza de sus afirmaciones. Pretende más bien ser un ensayo interpretativo, o conjunto de ensayos, que ofrezcan al lector un sistema de opciones ligadas entre sí con el ánimo, antes de persuadirlo, de darle qué pensar. La persuasión, creemos, caerá por su propio peso como una fruta madura, y si no cae, pues mala suerte. Algo de todos modos quedará y fructificará en su momento.
En tal entendimiento, hemos decidido prescindir por completo de las notas al pie de página y de todo intento de apoyarnos en una erudición cuidadosamente cultivada. Con todo, para cada capítulo se hará una indicación bibliográfica que señale las fuentes de que nos habremos valido o que nos han inspirado.



PROEMIO
Explicación del Título

El presente pretende ser un nuevo estudio de un tema harto debatido en el Perú, el tema de nuestra identidad nacional: ¿existe?, ¿no existe?, y si existe, ¿en qué consiste?

Para abordarlo nos proponemos seguir el curso del debate que a lo largo del siglo XX ha tenido lugar en nuestro país, debate sobre esta materia en el que son conocidas lo que hegelianamente podría llamarse tesis y antítesis, indigenismo e hispanismo, aunque no se sabe bien cuál sea la tesis y cuál la antítesis; y, por último, lo que está fuera de toda duda, la síntesis mesticista. El Perú es, en efecto, un país que ha discutido mucho su propia identidad, que ha especulado muchísimo acerca de ella, quizá porque nuestro mestizaje es un fenómeno culturalmente tan complejo que los peruanos no llegamos a ponernos de acuerdo sobre él. Veamos.

Esta manera de introducirnos al tema demuestra que él tiene un basamento racial y una techumbre o bóveda cultural, ambos íntimamente relacionados y dignos de tomarse en cuenta en esta interrelación.






PRIMERA PARTE



CARÁCTER TRIÁDICO DEL DEBATE

1.- En buenas cuentas, ya lo decimos, hay tres corrientes dentro de las cuales se clasifican las doctrinas o teorías para la interpretación de la realidad nacional.  Hay, en primer lugar, una doctrina indigenista; por contraste y contrapuesta a ella hay una doctrina o una escuela hispanista o hispanizante; por último hay la doctrina central, lo que no quiere decir propiamente ecléctica, que afirma la importancia suprema del hecho del mestizaje, la doctrina que llamaremos mesticista.
Claro que el hecho omnipresente del mestizaje no es en modo alguno negado por la escuela indigenista, ni mucho menos por la hispanista, lo que sería negar la evidencia misma.  Estas escuelas que pueden llamarse parciales, tienden a valorar sobremanera y a enfatizar quizá sobre medida ciertos elementos particulares dentro del maremagno del mestizaje.
Así, para la escuela indigenista, que encabezó el ilustre historiador del pasado  pre-hispánico Luis E. Valcárcel, y había encabezado antes, en otra tónica, nuestro proto-arqueólogo Julio C. Tello.  Según Valcárcel  el factor indígena es el decisivo, numéricamente predominante y valorativamente superior en la compleja realidad del Perú.  Los otros elementos deben ser a los postres asimilados o exterminados o en el mejor de los casos erradicados  expatriándolos de una Nación eminentemente indígena, según un indigenismo de estricta observancia aunque no tengan otra Patria donde ir.   Por cierto hay en la escuela Indigenista lo que puede llamarse una preocupación de “autoctonía”, de oriundez e independencia cultural, con rechazo de todo hibridismo; pero  al cabo esa posición extrema ha cedido el paso a una más equilibrada, según la cual tal aspiración deberá plasmarse en el “nuevo indio”, en el sentido de indígena o natural nacido en el lugar y que bien puede ser, en suma, un mestizo, un cholo.  Esta variante del indigenismo con una apertura mesticista se debe a  don Uriel García  (padre).  Aún así, la anfibología en la acepción de lo  “nativo” se vence  en la  exaltación  de los valores de la herencia prehispánica, no sólo teórica, sino política: el indigenismo suele ser la posición asumida por las izquierdas de cualquier matiz.  En este ensayo me refiero  sólo al indigenismo teorético, es decir al expresado literariamente mediante  el ensayo, como yo  ahora; hay además indigenismos propiamente literarios, tanto en la poesía lírica como en la literatura de ficción  o sea el cuento y la novela, este último ha sido muy bien analizado, por Tomás G. Escajadillo, en obras a las que quizá haya de referirme en otra parte.  Hay también un indigenismo pictórico  y uno musical.  Curiosamente nuestra pintura indigenista, de la primera mitad del siglo pasado, se parece mucho a la llamada escuela de Madrid y en ella abundan paisajes semi urbanos en los  que el  foco de la atención en el sentido de la Gestalt  suele ser una arquitectura hispánica.  En cuanto al indigenismo musical hoy es claro que está inserto de elementos musicales hispánicos, no sólo instrumentales sino también temáticos.  Un joven inglés hace más de 50 años, ligado al Instituto Peruano Británico viajó por nuestras tierras para grabar en cada provincia la música del lugar, y encontró que en ello se repetía temas de la Europa medieval, lo cual acicateó su interés.
Así por reacción, la llamada escuela hispanista, que en la primera mitad del siglo XX, han encabezado  José de la Riva Agüero y Víctor Andrés Belaunde y también, en un nivel menos ideológico  Raúl Porras Barrenechea, exalta en mucho mayor medida que la indigenista el  hecho del mestizaje y se apoya sobre este  hecho para afirmar la indeleble presencia de los elementos hispánicos o tridentinos  aportados por España, factores estos que no se dan puros, en su forma europea, sino mezclados o si se prefiere impuros, en su forma americana,   sincrética, pero  cobran un relieve importante dentro de lo que de otra manera sería un mestizaje informe y sin perfil.  Quizá quien mejor ha logrado expresar tal tesis, insistiendo por lo demás  en la significación del vector religioso, es Víctor Andrés Belaunde, ideólogo de la peruanidad, quien diré de paso fue mi padre.  El arielista Belaunde columbró una aplicación de la distinción metafísica de Aristóteles entre materia y forma  a la cultura.  El pensaba que todo universo cultural es un organismo estructurado hylemórficamente, o sea ciertos elementos cumplen una función más bien material y otros una función formal o de entelequia en el sentido del estagirita; él creía que esto pasa en el Perú con muchos componentes culturales aportados por España.   Así el hispanismo no pretende negar nada, en frase de Belaunde, aceptada  también por Riva Agüero y Porras: el Perú es una “Síntesis Viviente” en la que todo está incluido,  pero en esa síntesis hay un relieve axiológico y funcional, una organicidad  que es jerarquía.   El hispanismo  de Porras ha sido puesto en duda por la izquierda después de su muerte, pero la incontrastable prueba en contrario es,  aparte de sus estudios sobre el mestizo Garcilaso, y en general sobre las fuentes de la  historia del Perú, sobre todo los llamados cronistas, digo su exaltación de la figura  del conquistador Pizarro, no tanto  como fundador de la capital, Lima, sino del Perú mismo y defensor  de su integridad territorial amenazada por los almagristas, que terminaron asesinándolo. El principal hispanista vivo es el profesor José Agustín de la Puente, discípulo  tanto de Riva Agüero, como de mi padre.
La tercera posición, que hemos llamado mesticista, ha tenido paradójicamente hasta ahora un desarrollo teórico menos  evolucionado.  Su representante preclaro y más entusiasta, aparte de Uriel García,  en la medida en que se le pueda colocar en este bando, es un autor al que no se suele dar en el Perú ni en el extranjero la relevancia que merece.  Me refiero a José Luis Varallanos, antropólogo, publicista y poeta, cuyo libro El Cholo y el Perú  es no sólo  un enjundioso estudio de la idiosincrasia  del hombre y la  mujer mestizos en mi país, sino un elocuente y casi mesiánico  canto en prosa a sus virtudes.  La tesis de Varallanos insiste mucho en la base erótica, o más bien sexual en la formación del Perú  tal como lo conocemos.  “Llegan los españoles, desvirgan a las indias y se amanceban  con ellas” dice Guamán Poma y al costado dibuja en tinta a un español apreciando las desnudadas partes pudendas de una terrícola.
Lo que la tesis de Varallanos tiene en común con la indigenista es  que el énfasis de ambas está  dirigido  a un tipo humano que ya no es el indio como en Valcárcel, sino el cholo, el mismo que Uriel García llamó el “nuevo indio” (el que hoy en día los españoles llaman “sudakas”).  Mejor dicho en el Perú dejará de haber indios y todas  las variedades raciales y culturales  serán absorbidas, anímicamente al menos, por el cholo, fuerte estirpe llamada a un inmarcesible futuro.  Por lo demás, nos parece que así concebida la tesis mesticista resulta congruente con el afán de autoctonía  que,  hemos visto caracteriza a nuestros indigenistas.  Lo autóctono u oriundo es ahora el fruto del mestizaje, cristal del crisol de la historia.   El gran novelista  José María Arguedas  apuntó a ello en su novela  Todas las Sangres.
Empero hay en un punto un vivo contraste entre el indigenismo y el mesticismo.  Mi amigo el antropólogo Fernando Fuenzalida me ha hecho notar la influencia racista y paradójicamente germanizante que hay en el indigenismo.  En efecto no he encontrado libro más racista en el Perú que Tempestad en los Andes  de Luis E. Valcárcel, quien no sólo desprecia al costeño, el habitante del Chinchaysuyo enervante y tibio, sino al cholo en general, el que ha perdido la pureza de la sangre, en quien percibe, más que cualquier hispanista, una nota de bastardía  y si algún caso de mestizaje acepta  es el que practicaba un cierto alemán que vivió en Ollantaytambo y  como padrillo semental humano preñaba a todas las indias que caían al alcance de su carnívoro abrazo, engendrando cualquier cantidad  de cholitas y cholitos rubios o de ojos azules.  Esto es lo que algunos llaman “mejorar la raza”.   Así según Fuenzalida, las ideas indigenistas no son en realidad autóctonas sino  tienen inusitadamente un origen europeo unido al culto del Volkgeist germánico  que se puso de moda a principios del siglo XX  y uno de sus ramales  sería el nazismo.  Por lo demás los exaltados  adictos  de la pureza racial  aria  nunca denigraron a nuestra raza indígena, en cuya limpieza étnica  veían una contrapartida extra europea.  Esta influencia más el admirable ensayo en dos gruesos volúmenes de Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente,  rompeolas propicio de todo relativismo  cultural y cuyo título los indigenistas se tomaron en serio, está pues en el trasfondo ideológico de dicha corriente entre nosotros.   Varallanos  a su manera asume el punto de vista inverso, según el cual la hibridación racial  y cultural genera tipos humanos superiores y, contra lo esperable biológicamente, suele  ser  fecundo  en  el nivel espiritual (Garcilaso, Vallejo y en otra dirección el mulato Martín de Porras).   No fue otra la posición del  uruguayo Luis Enrique Rodó, quien como es sabido,  hizo del Ariel   mitológico en la Tempestad  de Shakespeare,  el símbolo de la cultura latinoamericana, contrapuesto al “Calibán”  de los anglosajones del Norte, cierto que eso todavía dentro del supuesto de prevalencia  de la raza blanca  latina, muy natural en su ciudad de origen, Montevideo  y en todo el foco cultural platense.  En esta línea,  el decisivo paso adelante, con mayor tendencia cobriza, un paso de muchas leguas, lo dio el mejicano José Vasconcelos, quien caracterizó al mestizo iberoamericano como heredero y porta estandarte de la cultura universal, por lo  que lo llamó idealmente la Raza Cósmica.   No he encontrado  en Varallanos   una referencia  a esto, pero la coincidencia es manifiesta;  queda por saber  si la profecía será válida: Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges y Octavio Paz parecen confirmarla perínclitamente  en tres generaciones sucesivas.
Como una anécdota:
Un diálogo entre el General Velasco y un periodista suizo, durante una Conferencia de prensa en el Palacio de Gobierno.  No recuerdo el nombre de dicho periodista, pero dijo que se iba a cazar con una joven peruana, hija de conocido abogado Ulises Montoya, Velasco entonces dijo:
-                Usted va a mejorar la raza
-                Eso depende de qué raza se trata, la peruana o la suiza
-                La Suiza por supuesto (risas)
José Carlos Mariátegui podría también situarse dentro de la concepción mesticista,  en vista  de su condición   biosocial  de  pequeña  burguesía  limeña,  no muy distante, por lo demás, de su coetáneo Valcárcel (ambos nacieron en Moquegua), hecha la salvedad de  la serranía provinciana  de éste, formado en Cuzco; pero el sentido de su obra no es propiamente sublimar un tipo humano, sino aplicar las categorías de un marxismo más o menos  heterodoxo a la interpretación de la realidad peruana.  Eso le llevó a subsumir la tesis indigenista dentro de la corriente mundial de protesta y reivindicación de las mayorías oprimidas.  La aportación más conspicua de Mariátegui es haber identificado el problema del Indio  con el problema de la tierra, propiciando en la reforma agraria la clave del futuro nacional.  Como quiera que eso se evalúe hoy en día, pasados más de  setenta años  y con toda el agua que ha corrido bajo los puentes, en su tiempo en  esa tesis consistió propiamente el “salto” o “ruptura epistemológica” del marxismo peruano en el sentido  de  Althusser, función que el dogma de la lucha de clases cumplía respecto del marxismo universal haciendo de él,  según ese autor ya no una mera ideología, sino  efectiva ciencia revolucionaria capaz de transformar la sociedad.  Todas las otras aportaciones de Mariátegui al indigenismo  están  centradas  en torno a esa idea, son satelitales  o ancilares respecto de ella.  Por cierto, el indigenismo de Mariátegui es más pensado que vivido, con la intensidad emocional que eso implicaba en la vivacidad de su temperamento.  Al igual que  Pirandello, Mariátegui  hizo del pensamiento una pasión.
En todo caso, se trataba antes bien de  una deducción racional pero no de la frecuentación existencial con el medio andino. Mariátegui, que yo sepa, nunca estuvo en la sierra ni siquiera de visita, dada su conocida minusvalía física, cosa que en cambio hizo Riva Agüero, mal afamado de “Niño Goyito”, cabalgando por los caminos de herradura de entonces. Con todo, esta alianza del indigenismo con el espíritu englobante de la revolución proletaria  pareció a muchos muy iluminadora, inclusive al propio  Valcárcel; pero hoy comienza a verse en ello la importación no matizada de un elemento foráneo que opera  como un “lecho de Procusto”, al que se trata de ajustar a la fuerza  la humanidad local, amén que el marxismo es una pócima embriagante, tal que quien la bebe y se echa allí se traga un arma no tan blanca que lo cercena por dentro, sin perjuicio que penda sobre el lecho, desde arriba, como “espada de Damocles”.  Válgannos estas mitologías  para situar a ese importante autor en el panorama que hemos delineado.       Quiero aludir con ello al origen parcialmente Mariateguista de la violencia subversiva desencadenada en el Perú contemporáneo, cosa que habrá  de evaluarse.
En este contexto considero importante situar desde ahora  a otros dos autores peruanos de la generación llamada “Del Centenario” (entiéndase de la independencia nacional): Luis Alberto Sánchez  y Jorge  Basadre.  Don Luis Alberto, connotado líder aprista, sólo a la zaga de Haya de la Torre y quizá también de Manuel Seoane (el Cachorro) compartía partidariamente, si cabe el pleonasmo, su confesión indigenista, pero antes había polemizado  con el  marxo-indigenista Mariátegui, defendiendo un punto de vista costeño, yo diría limeño, frente al andinismo o indianismo cerebral, lo cual lo sitúa en una sincera filiación  de mesticismo criollo.  (Esta última palabra en el Perú no alude necesariamente a pureza racial blanca).  En cuanto a Basadre, no le conozco una toma de posición en el debate, salvo un breve pronunciamiento francamente mesticista en  Perú, Problema y Posibilidad   (su mejor ensayo)  como si se situase fuera y por encima de él, au dessus de la meleé,  y lo diera por superado en una visión integral e integralista del Perú, a la  que justamente tiende  la equidistancia del mesticismo.  Por lo demás, quizá no con Riva Agüero, pero al menos con Belaunde hubo en Basadre una afinidad humana y espiritual, sólo matizada por el ingrediente marxista de su pensamiento, pero de un marxismo teórico y no militante, que Basadre abrigaba un poco oculto o disimuladamente por no romper  sus amistades con la acomodada  burguesía limeña. 
2.- Como quiera que todo esto sea,  personalmente creo que cada una de las escuelas mencionadas aporta su parte de verdad y por lo tanto la verdad entera está en la  síntesis de las mismas,  síntesis que ya se  anuncia, pero todavía  no ha culminado y  debe buscarse por el camino más abierto a recoger la convergencia de las tres corrientes o edificaciones conceptuales, limando las aristas filudas;  tal camino es en lo esencial la doctrina mesticista.   Mejor dicho las dos vertientes contrapuestas, la indígena y la hispánica convergen o confluyen en el mesticismo,  como si un gran río pudiera recoger todas las aguas del Ande.  Estas aguas  ideológicas y culturales de la Nación, habría más bien que llamarlas “sangres” como  hizo Arguedas, no deben confundirse  con las  aguas pluviales que corren por la escarpada hidro-orografía del Perú en direcciones o vertientes diferentes, como un poco pensó Mariátegui.  El mesticismo se presta a un  perspectivismo histórico sobre el Perú y es por este camino por donde debe buscarse la visión integral  a  condición de no negar nada de lo certeramente visto por las otras dos escuelas.  Ya en el hispanismo    había una apertura franca y fecunda hacia tal enfoque.  Así lo demuestra la prédica del mesticismo ya mencionado del profesor José Agustín de la Puente y Candamo.
 Pero debe reconocerse que la síntesis mesticista no es el final de la historia, como en el nivel mundial lo dijo Fukuyama,  puesto que  esta síntesis aún no ha culminado, ni  creemos  que  deba  entendérsela  en  el sentido que ella ha de conducir a una homogenización racial y cultural del país.   Eso sería una mortal entropía.  Habría que enmendar, o remendar, en esto a Varallanos.  Ella ha de culminar antes bien en la integración nacional; pero hasta que tal cosa se produzca es necesario hacerla compatible con  la   variopinta    realidad étnica y cultural del Perú, la cual, como es sabido incluye en  oleadas sucesivas otras  vetas además de la indígena y la hispánica, sobre todo la raza morena, tan antigua entre nosotros como aquella, pues vino acompañándola y está fuertemente afincada en nuestra Costa dándole su peculiar sentido del  ritmo, el color y el humor (gallinazo no canta en puna); más los llegados durante la República, en particular los orientales, chinos y japoneses no menos amañados (como se dice en  Colombia); y otros blancos  arios o semitas que también han echado raíces y detentan con frecuencia muchos entre todos ellos posiciones destacadas no sólo en la economía, sino en la política, como hoy es claro.  Más aún dentro del elemento indígena, el amazónico ocupa un lugar  oriundo y ancestral y tiene su modo propio muy actual de incorporarse  a la Nación.
El viejo lugar común conocido como el “crisol de razas”, es pues muy válido a ojos vistas y debe seguir siéndolo.  Ya han surgido numerosas y variadas voces que lo dicen y a ellas nos sumamos, pues unidad y armonía no significan uniformidad y monocordia, sino todo lo contrario, plúrima variedad, siempre que se integre en la aceptación recíproca y en la participación de todos en el esfuerzo común y comunitario.  La nación eminentemente chola que quería Varallanos lo será por hegemonía numérica a condición de domeñar en su interior las disparidades culturales y económicas.  Para eso hace falta resolver la perplejante dialéctica interna, que    el   autor   José   Guillermo   Nugent   ha   llamado, glosando al Mexicano Octavio Paz, Laberinto de la choledad.
No basta pues, postular el mestizaje como lugar de convergencia de las líneas de fuerza de nuestra dialéctica identificatoria; y ello sobre todo a la luz de lo que otro gran filósofo alemán, Guillermo Dilthey, llamó la “comprensión” como método de las ciencias humanas, que la tradición germánica llama “del espíritu”.  Nuevamente tal comprensión debe ser psicológica y las herramientas conceptuales que para tal fin tenemos a nuestro alcance son básicamente las de la psicología profunda: Freud, Adler, Jung, Fromm, Fraenkel, y a eso dedicaremos este estudio nuestro,  agregando en su momento un gran nombre más, el del publicista francés René Girard, cuyas ideas explotaremos a tajo abierto, ciertamente, reconociendo su origen, para la mejor inteligencia de mi patria. Otro pensador francés que debemos tener en cuenta es Jorge Dumézil, como en su momento lo mostraremos.

¡EXISTE LA CONCIENCIA COLECTIVA?
3.-  Valga esta afirmación ecléctica como un primer paso en procura de precisar nuestra propia posición; primer paso que ciertamente es definitivo pero no final, pues no habremos de resignarnos fácilmente a un eclecticismo primerizo.  Quisiéramos elaborar a partir de este primer paso una concepción pasablemente sofisticada y desenvuelta que dé cuenta cabal del mestizaje peruano, en particular, desde un punto de vista que sea a la vez antropológica, sociológica, psicológica y, si se quiere, metafísico.  Quiero decir que el punto de vista desde el cual me gustaría llegar a comprender este problema es, en buena parte, el que propuso el sociólogo francés Emil Durkheim en su célebre teoría de la conciencia colectiva, o sea la conciencia más o menos latente o actual de nuestra identidad, de un lado en la medida en que está ya realizada, del otro en la medida en que tengamos la voluntad común de culminar su realización.  Víctor Andrés Belaunde, decía que toda persona individual o colectiva, y el Perú es esto último, en un sentido más intenso que el meramente jurídico, según creemos, se caracteriza por su unidad en tres niveles:  el hecho de la unidad, la conciencia de la unidad y la voluntad de  unidad.  Esta idea de mi padre, que ya comentaremos, nos servirá de Norte.  Quizás, por lo demás, el concepto de persona jurídica, superando el nivel de lo meramente mercantil en que el “velo” corporativo puede acaso “perforarse” y disolverse en intereses individuales, trasunta una realidad más honda.  Durkheim habló de “realismo social”, cuyo verdadero alcance se ha perdido en las teorías del derecho a la moda, pero que habría que buscar en el corporativismo medieval que estudió Otto von Gierke, autor al que Belaunde era afecto, y más allá de eso en el antiguo Derecho Canónico cuando trataba de las corporaciones eclesiásticas.  Eso tiene que ver con la noción llamada paradójicamente “espíritu de cuerpo”, en francés esprit de corps, de tan fuerte raigambre militar, castrense, y por derivación en otros medios, por ejemplo, el sindical, el estudiantil o el deportivo, y no el que menos, en otro contexto, la empresa; en todo caso, esto último sería de desear; no es otra, por lo visto, la raíz o resorte del dinamismo económico japonés y del Extremo Oriente en general.  El origen religioso del esprit de corps está claro, él se trasunta a modo de “cuerpo místico” en torno al jefe, como la cola de un cometa, que asume todos los honores, o los reproches, según el caso. La raíz de ello no es otra en última instancia, durante el cristianismo al menos, el mismo Espíritu Santo.
Pero, con digresiones como ésta, corremos el riesgo de irnos, como Trazan, por las ramas.  Evitemos esta tentación por muy sugerentes e importantes, cenitales que esas “ramas” puedan ser.  Anotemos en cambio desde ahora que la historia de nuestro debate es algo más compleja que una manifestación pasablemente académica de lógica dialéctica hegeliana; él está fuertemente enraizado en la vida, por de pronto la realidad política, cuyos avatares o vaivenes se entrecruzan con los de nuestra dialéctica, y más allá de eso, la evolución o transformación, de fondo en colmo, como se diría en francés, como la realidad social en nuestro país, que estamos viviendo.  Por eso al historiar el debate pretendemos hacer algo más, pretendemos usarlo como hilo conductor, siguiendo como ya dijimos el obligado ejemplo de Ariadna, para penetrar en el laberinto de la psicología nacional, suponiendo, como creemos, que tal cosa exista.
Quizás deberíamos tratar de justificar teóricamente y en términos generales esta creencia, es decir justificar de antemano su posibilidad misma, lo cual es asunto discutido;  pero ello nos es imposible ahora y debe quedar para otra oportunidad.  Con este cargo a cuestas prejuzgaremos que en alguna medida nuestra conciencia colectiva existe como trasfondo anímico de nuestra conjunta y mancomunada personalidad moral y constituye más bien un inconsciente colectivo, aunque no necesariamente gregario, como terminaría por demostrarlo cualquier abordaje teórico del tema, planteado originalmente por Emilio Durkheim y al que a nuestro entender el psicólogo suizo Carl Gustav Jung aportó luces fundamentales, sin perjuicio de las contribuciones de otros, no el que menos Freud, y que el tema haya seguido teniendo nuevos desarrollos.  Pero ya lo decimos, no vamos a discutir la cosa en abstracto sino concretamente, a propósito del Perú.

EL INDIGENISMO, NUDO CENTRAL DEL DEBATE
En otras palabras, la mejor posibilidad para entender la identidad nacional es estudiándola en lo afirmado por los que se han ocupado de ella; estos son en buenas cuentas, los que han tomado parte en lo que podemos llamar “el debate del indigenismo”, o si se quiere, el debate suscitado por el indigenismo.  Este debate, como hecho histórico, ocurrió en la primera mitad del siglo XX.  Claro que el indigenismo estuvo latente siempre, al menos desde la Conquista, o mejor desde la consolidación del Virreinato; pero como corriente ideológica más o menos explosiva es un hecho del siglo XX.  El aflora simultáneamente en Cuzco y Lima hacia 1908 como un movimiento humanista o humanitarista, reivindicador de derechos lesionados, pero no propiamente revolucionario, al menos en su fase inicial, aunque potencialmente tuviera entre sus coetáneos tal intención sobre todo en el pensar de su mentor; la recordada figura de Pedro Zulén, cuya temprana muerte en 1916 dejó un vacío que es también una interrogante:  qué habría sucedido si hubiera vivido más?  O quizá se murió a tiempo, nadie se muere la víspera.
Ya sin él, el indigenismo alcanza su pleno desarrollo teórico hacia la segunda mitad del año 20, o sea durante el oncenio de Leguía, en particular gracias a la yunta Valcárcel-Mariátegui, la alianza de lo que estimo fueron, y son todavía, sus principales representantes ¿Antes que hubo? Pensamos que no hubo hasta entonces una toma certera de conciencia de la realidad nacional, aunque sí por cierto, hubo un omnilatente presentimiento de la misma, acallado por amenazador, en un consenso inestable roto aquí o allá por algún verbo profético    El   padre   Horán”,    “Aves  sin  nido,  cuyo penúltimo avatar fue don Manuel Gonzáles Prada.  Es usual considerar que el primer estudio sistemático de la realidad social del Perú es el libro de Francisco García Calderón, hermano del literato Ventura, “Le Pérou Contemporain”, publicado en París en 1907.  Este libro contrasta con la obra de don Manuel por su serenidad complaciente, que vio al Perú, como a sus hermanas las otras Repúblicas de América Latina, llamadas a un progreso acumulativo por la consolidación de las instituciones democráticas dentro del marco cultural de la “latinidad”, a la manera del “Ariel de Luis Enrique Rodó.  Claro que no se ignora allí que existe en el país una problemática social subyacente, pero don Francisco da curso al lugar común, en que se creía entonces que la incorporación de las masas indígenas a la cultura y la vida nacional se haría paulatina y progresivamente, sin contrastes y sobre todo sin saltos cualitativos.  En suma, se creía en la ilusión que el Perú, gobernado por su minoría blanca, terminaría por “blanquear”, al menos culturalmente, a toda su población.  El Perú se había impuesto esa máscara, es decir “persona”, personalidad o personaje en el sentido teatral de la palabra y ella terminaría por volvérsele piel y carne; ya estaba, se creía, en proceso de hacerlo y podía darse por descontado el sonriente futuro.  Esto es lo que yo llamo, por razones que vamos viendo, la “ilusión de la persona blanca”, siendo esa persona colectiva el Perú mismo representado por su elite pasablemente blanquiñosa.  Pero cabe recalcar que esta ilusión no sólo lo fue de la elite, sino por un prurito imitativo que los economistas modernos llaman “efecto de demostración”, liminarmente inconsciente, participó de ella en mayor o menor medida el conjunto de la población, cualquiera que fueren sus reservas mentales o emocionales, a su vez “refuladas” en el inconsciente.  Sobre esto volveremos.  Para dar el cuadro completo debe quizá recordarse  que hacia 1897 fue propugnada una tesis violentamente anti indígena por el joven positivista Clemente Palma, hijo del connotado tradicionalista don Ricardo, quien se hizo cargo de un racismo trasnochado y  completamente sin lugar en el Perú (anatópico); pero eso ya está totalmente olvidado.  Requiestat in pacem
La reacción indigenista fue una antitesis que no se haría esperar.   Francisco García Calderón la advirtió en sus inicios cuando habló del “grupo del Cuzco”, pero pronto esa reacción antitética y contestataria cobró una magnitud no prevista.  En Lima prácticamente toda la generación novecentista, y en particular Riva Agüero y Belaunde, participaron en la “Asociación Pro-Indígena” a cuya cabeza figuraban Pedro Zulén, Dora Mayer (su novia platónica y póstuma o dantesca mutatis mutandis) y su presidente Joaquín Capelo, de destacada actuación parlamentaria.  El oncenio de Leguía fue favorable al indigenismo de una manera no compromisoria, es decir no decisiva y quizá insincera.  Mariátegui, favorecido al principio fue perseguido al final. 
El debate ideológico tuvo lugar mucho antes que esas ideas culminaran en una acción política mandataria en el país.  Durante muchos años la protagonizó Víctor Raúl Haya de la Torre con su partido teóricamente indigenista, el Apra, cierto que se trataba de un indigenismo de variante vasconceliana, tipo raza cósmica, cosa que por lo demás no está lejos del pensamiento de Uriel García y que cayó en el extraño catch-word  “Indoamérica”, cuya certeza es en el caso discutible; pero la acción efectiva sólo ocurrió al preludiar la década de los 70 mediante la así llamada “Revolución Peruana”, hecha burocráticamente desde arriba por el autotitulado “Gobierno Institucional de la Fuerza Armada”.  El Ejército asumió el “programa máximo” de su rival, el Apra, como me lo hizo notar en Bruselas mi amigo aprista Rodolfo Loayza Saavedra, programa que ésta había sido impedida de realizar, en parte por temor y bloqueo de la oligarquía, en parte por incapacidad propia.  En fin, ya recordaremos cómo se llegó a eso.  Pero entretanto, conviene anotar que la primera fase del debate ideológico se había cerrado ya al pasar a mejor vida, primero Mariátegui, luego Riva Agüero y finalmente Belaunde y Valcárcel.  Así la batalla terminó por falta de combatientes.  El hecho que los dos principales hispanistas fueran generacionalmente contemporáneos de los hermanos García Calderón, y por lo tanto anteriores a los dos principales indigenistas, no debe llevar a error en cuanto a la datación y el carácter del hispanismo, que es a su vez un movimiento posterior y reactivo, contra lo que puede llamarse los excesos polémicos del Indigenismo.  Así el hispanismo fue una antítesis frente al indigenismo, pero conducente de todos modos a la síntesis del mesticismo.
En efecto, los hispanistas no podían negar la evidencia ni desconocer la realidad cobriza del país.  Así ellos se abrieron al mestizaje en procura de acentuar los elementos según ellos “informantes” de la “síntesis viviente”, aplicando como ya hemos dicho a la teoría de la cultura ciertas nociones sacadas de la Metafísica de Aristóteles.  Ese carácter informante que él y Riva Agüero asignaban, con razón estoy convencido, a las aportaciones de España, sobre todo la religión católica post tridentina  y la lengua castellana y con ello la apertura a la cultura occidental y en su parte católica.  Claro que hay en el hispanismo, hasta cierto punto, una recaída en la ilusión de la persona blanca, pero no del todo, porque esa “ilusión”, al menos en la élite republicana, no fue propiamente hispanista, aunque contuviera algunos elementos de tal carácter; fue más bien, y muy acentuadamente, confesa y nominalmente anti-hispanista y anti-colonialista.  Un punto merece ser destacado a modo de ejemplo: para todo auténtico hispanista el Perú nunca fue una colonia, fue un reino conquistado; debelado en el sentido del sustantivo latino debelatio,  como Inglaterra bajo los normandos, y Nápoles por la Casa de Aragón.  La concepción “colonial” del Virreinato es típicamente anti-hispanista y paradójicamente “anti-colonialista”, propia de lo que llamamos “la ilusión de la persona blanca”.  Bajo los Austrias la administración virreynal española de América, o más bien de las Indias, como se decía entonces, nunca habló de colonias.  Como lo demostró el estudioso y jurista argentino Ricardo Levene, fue bajo los Borbones, que tenían otro sentido monárquico, cuando se empezó a ver en el Imperio transmarino-español, un dominio colonial, y a tratarlo de esa manera,  cosa que motivó reacciones violentas, por ejemplo la revuelta de José Gabriel Condorcanqui;  pero esto ya tendremos oportunidad de discutirlo en su vasta significación más tarde.  Lo que importa tomar en cuenta ahora y acá es que la dialéctica que nos ocupa no vale tanto como discusión teórica, sino como desvelamiento de la realidad fundamental del país.
Dígase de paso que la aportación de España no es solo la religión católica más el arte sobre todo religioso y el habla de Castilla; hay otros dos aspectos, uno biológico y otro jurídico, ambos de básica importancia.  Don Germán Arciniegas en un libro magistral titulado El Mundo al Revés demostró que no sólo hubo una aportación española a las Indias sino en contrapartida un notable reenvío vital y humano de nuestro Continente a Europa; de esto sobreviven hoy día, a un lado y a otro numerosas especies biológicas, en lo que hacia nosotros concierne, tanto vegetales como animales (equinos, vacunos, lanares, la  uva, el aceite, la caña de azúcar, etc),  y  a   ellos  el   maíz y sobre todo la peruanísima papa , que salvo alguna vez a Europa de cierta catastrófica hambruna.  Los   alemanes  con gran  deleite la llaman  Kartofel  y Vallejo en un arranque hispanista la llamó patata.  Ningún indigenismo podría borrar esta básica transformación a nuestro suelo debida a la conquista y al ulterior virreinato y la correspondiente reciprocidad.
Pero hay además la aportación jurídica de España, que es doble, de un lado el derecho indiano (primero estudiado por Don José María de Ots y Capdequí), que rigió para lo que entonces se llamaba “República de Indios”, y que produce Instituciones mestizas como la comunidad hoy campesina, ejido en México, que no es simplemente el Ayllu preincaico puesto que su componente hispánico fue estudiada nada menos que por José María Arguedas en la tesis en que optó en San Marcos el grado de Antropólogo.  Frente a ello había la República de Españoles que abarcaba no solamente a estos sino a los mestizos, en la cual se recibió el derecho español, particularmente las Siete Partidas del rey Alfonso X, el Sabio, hecho que nos conecta con la tradición romanista de la Europa Continental, y dentro de ella nos hemos mantenido esencialmente desde entonces.  Entre ambas comunidades humanas en la fase inicial del virreinato, como se sabe existió la institución señorial de la encomienda, palabra ligada a la comande de las órdenes de caballería y a la “comandita” del comercio renacentista italiano.  En México la estudió Don Silvio Zavala y en el Perú contamos hoy día con el análisis exhaustivo de José de la Puente Burke.  No se suele subrayar con suficiente énfasis el aspecto jurídico de nuestra tradición hispanista y a nosotros mismos ha estado a punto de escaparse, pero  confiamos de esta manera haber enmendado tal omisión, que suele ser común a los analfabetas del derecho.
Cierto joven comentarista, ha expresado en un largo artículo su fatiga y desdén por el debate, que conceptúa imprudentemente de auto-destructivo y hasta suicida.  Yo creo que tal estimación es errónea.  Sin negar que hay efectivamente algo autofágico en nuestro debate, por sus sobretonos invitantes a la violencia, creemos que él ha sido en otros aspectos realizador y creativo; ha sido una anhelante toma de conciencia que aún no ha terminado, pero que podemos ya ver con cierta perspectiva.  Mediante esta relativa distancia se puede penetrar en la personalidad esencial del país, o mejor dicho, tratar de entender seria y cabalmente el tremendo drama nacional que se ha desplegado ante nuestros ojos con la violencia terrorista y otras formas de anomia social y del que estamos pugnando por asomar la cabeza,  o los pies a una etapa mejor de nuestra historia.  Cierto joven impaciente y también algo displicente, cree que él puede cortar de un plumazo el nudo gordiano de la identidad nacional; yo, en cambio, creo que debe intentarse desatarlo y sospecho que lo lograré con la ayuda de mis dioses, que son sólo Uno.
Cierta cosa es el debate del indigenismo en sí y otra la crisis que hemos vivido y seguimos viviendo, aunque es de esperar que ya empecemos a superarla.  Pensamos, contra lo que creen algunos, que la culpa de esta crisis no es atribuible al debate, sino la cosa es más bien al revés: la erupción de la protesta indigenista fue de suyo síntoma premonitor de la crisis, la cual se habría producido de todas maneras, como los seísmos cuyo tiempo e intensidad son impredecibles, lo que no deja de hacerlos en nuestra orografía ineluctables.  Ineluctable ha sido en todo caso, creemos, el seísmo social que el Perú viene viviendo.  Quizá él pudo venir en otro tiempo y de otra manera, pero ¿mejor o peor?, como dicen los mexicanos, y también nuestro poeta José Santos Chocano  “pos, quién sabe?..., señor”.
Más importante que lamentar o deprecar el hecho histórico es entenderlo.  El Perú requiere de sus hijos una generosa comprensión de su atribulada personalidad y conciencia colectiva, y ello sólo puede hacerse por el estudio del debate en que estamos.  El suceder histórico del debate es el hilo conductor que nos permitirá descifrar nuestro laberinto y apaciguar la pugna que nos embarga. 

LA HIPÓTESIS JUNGIANA
4.- Para este fin, creemos, nos viene a pelo o como anillo al dedo una teoría de Carl Gustav Jung, a la que robamos el título de este ensayo.  Según Jung, todo sujeto humano comporta dentro de sí un teatro interior en el que actúan, entre muchos otros, tres principalísimos protagonistas, que él llama la “persona”, la “sombra” y el “alma” (“ánima” en el hombre, animus en la mujer). 
Jung toma su noción de persona del teatro griego clásico, donde esa palabra significaba la máscara que cada actor se ponía para encarnar mejor su personaje, y le servía de altavoz, necesario en esas escenas al aire libre, todo complementado con el “coturno”, o zapatos que realzaban la estatura.  Así, la “persona”, según la etimología original de la palabra, es la máscara que el yo  se pone, y hasta cierto punto se hace, para actuar en el mundo exterior, que también es un teatro.  La persona sicológica está en el lindero o mejor, es el lindero que los psicólogos y los filósofos llaman “ego”, centro o foco de la conciencia y la voluntad, verdadero protagonista de este drama (como el Hans Castorp de la “Montaña Mágica” de Thomas Mann – “portador del santo Grial”, tal que el héroe Parsifal del ciclo Rey Arturo de Wagner), el yo, digo, adhiere normalmente  su “persona”, la cual enfatiza lo que él querría publicitar de sí mismo, asunto que,   de   modo  coincidente,   los   manuales  de  consejo  psicológico popular suelen llamar “personalidad”, y oculta y reprime más o menos adrede lo que de sí mismo juzga menos recomendable.  Esta noción jungiana de persona está obviamente emparentada con la acepción teológica moral y jurídica de la palabra, pero ambas no se confunden, lo que es un hecho digno de anotar y tomar en cuenta.  Pero entonces la persona, a una luz cuyo foco queda por saber, o decir, arroja cierta “sombra, que viene así a constituirse en una personificación complementaria, generalmente negativa, en la que se refugian los rasgos rechazados de la “persona” y reprimidos por el ego, -en francés se dice refulados- represión que se manifiesta más bien por un silenciamiento, o conspiración  del silencio, como lo ha señalado, creo, el psiquiatra galo Jacques Lacan.  La sombra permanece semiconsciente en lo que Pierre Janet llamó un “abajamiento” del nivel mental, que no es propiamente un inconsciente profundo, sino un plano liminar, crepuscular de la conciencia; pero desde allí actúa y el yo consciente se suele tropezar con su sombra en la forma de proyecciones que distorsionan su trato con los demás, por ejemplo en el sentido del refrán aquél:  “El ladrón cree que todos son de su condición”, o la parábola evangélica de la “paja en el ojo ajeno y la viga en el propio”.  Sin embargo, hay en veces sujetos que interiorizan su sombra y la asumen, pero esto es más bien excepcional.  En otro escrito hemos analizado cómo ello sucedió al gran poeta español Antonio Machado.
Mi tesis, un lugar común, es que en el Perú hemos abrigado durante mucho tiempo, por reflejo de la mejor adaptación al mundo exterior dominado por la raza blanca, la ilusión de una “persona” blanca, y solíamos vivir en este engaño pese a su notoria irrealidad.  Es como si la elite, al mirarse en ese engañoso espejo, hubiera cubierto y ocultado ante él al resto del país, adrede por cierto, mintiéndose a sí misma.
Es evidente que la sombra cobriza no podía dejar de manifestarse.  La protesta de la sombra, latente desde siempre, se hizo evidente a partir de principios del siglo (pasado) y consistió en lo que conocemos como el Indigenismo. En tal sentido, el Indigenismo fue una antitesis, pero no ante el hispanismo, que le es posterior, sino ante la “ilusión de la persona blanca”, si bien esta no fue ni mucho menos una tesis explícita: fue, por el contrario, un consenso tomado en cierto modo por obvio, taken for granted  se diría en inglés, un engañoso convencionalismo implícito, tácito, que los hay, y aún de notoria irrealidad.  Por lo demás, como ya lo hemos dicho, el hispanismo no se debe confundir con la ilusión de la persona blanca aunque estuviera de alguna manera imbricado en ella.  Esto, según ya se anunció, sólo lo podremos ver con precisión más tarde, pero cabe insistir: lo que llamamos la ilusión de la persona blanca fue muy predominantemente anti-hispánica, anti-colonial, prima facie al menos, y por influencia francesa, inglesa o yanqui, hecho comprobable si bien pueda parecer una inconsecuencia.  El único caso de hispanismo decimonónico u ochocentista –como dicen los italianos- es el de Don Bartolomé Herrera, sobre todo en su célebre sermón de 28 de julio de 1846, desde el púlpito de la Catedral de Lima, pero esto es un hecho aislado.  En suma, aunque sus raíces puedan parecer virreinales, el fenómeno en sí es republicano.  El hispanismo propiamente tal es a su vez tardío, como también lo hemos dicho ya, reactivo contra los excesos polémicos de la protesta de la sombra, por así llamarlos, y a su vez protesta contra esas influencias foráneas, o tenidas por tales, y constituye así mismo una antítesis, o anti-antítesis, que no es todavía la síntesis, si bien apunta a ella.  Esto implica que en nuestro caso el esquema clásico de la dialéctica de Hegel resulta más enredado de lo previsto en la célebre “Lógica” triádica de ese inmortal profesor.
Mi hija Ivonne me hace notar que como ideología, el indigenismo o protesta de la sombra no fue originalmente un movimiento popular, y la participación de los indios en él fue pasiva.  En efecto, ni Valcárcel, ni Mariátegui fueron indios..  Fue pues un movimiento de clase media que, claro, llegó progresivamente después a las capas populares.  Pero en estas, el indigenismo no dejaba de suscitar una dramática perplejidad en el sentido de que, por un lado el poblador campesino se encuentra y reconforta en la afirmación de su propia cultura: pero por otro lado la teme como que pudiera situarlo en una situación de desventaja frente a los medios en que predominan los hábitos culturales occidentalizados.  Hay así, como lo hemos advertido ya, una introyección por la propia población indígena, de lo que venimos llamando la ilusión de la persona blanca, de modo que la protesta de la sombra se presenta como una agoniosa perplejidad.  El ejemplo más característico de este fenómeno es el hecho conocido que los campesinos indígenas suelen resistirse a que sus hijos sean alfabetizados en quechua, aunque bien se sabe que tal es la manera de que lleguen a leer fluidamente el castellano; pero ellos temen que haya en esto una trampa que derive en una educación discriminatoria.  El problema es pues una cuestión de confianza en el sistema educativo, y la desconfianza del campesino es ancestral.
Vemos así que la relación entre la persona blanca y la protesta de la sombra no es una complementariedad fácilmente soluble, ya que comporta un elemento conflictivo, agonioso y dramático.  Las raíces remotas de ese drama están sin duda en la conquista, pero creemos que él se ha acentuado desmesuradamente en la época republicana, la cual, so pretexto de liberalismo desconoció el status propio que tuvo la población indígena durante el virreinato y que formaba parte del derecho vigente, conocido como Derecho de Indias.  ¿Es este un impase insoluble?.  Confiamos que no.  Lo mejor que puede esperarse es que sea una gran tarea por realizar, sin perjuicio que nos haya dado momento de profunda crisis.
Al cabo la realidad habrá de imponerse y esa realidad es el hecho irreversible e irrecusable del mestizaje.  Cualquiera que sea en nuestro caso la complicación del juego dialéctico de persona o máscara y sombra, en él se cumple la síntesis mesticista, que ambos, indigenistas e hispanistas, concurren  la postre en reconocer, estos últimos, por lo general de mejor grado que aquellos.  Aún así dentro de la síntesis el problema continúa, pues no es lo mismo el mesticismo visto desde una óptica hispanizante, que por el contrario, aceptado como inflexión de indigenismo, con lo que aludimos a la teoría del “nuevo indio” de don Uriel García (padre), que ya hemos mencionado.
Pero esta dialéctica, que es también un corso et ricorso, un movimiento pendular, ha seguido su impulso adquirido, o quizás antes bien, este impulso, por influjo de fuerzas si no ocultas en todo caso subyacentes, ha venido acentuándose amenazadoramente y lo que en un tiempo fue protesta ha dado después lugar a lo que no podemos menos que calificar de plena rebeldía de la sombra, en la cual vivimos algunos años, azarosamente.
Ya hemos dicho, es opinable hasta qué punto la rebeldía de la sombra es un resultado que habría que  calificar de indeseable, del debate del indigenismo, es decir, hasta qué punto es un outgrowth de la protesta  de la sombra.  Así lo creen quienes piensan, como mi amigo el profesor Alberto Cordero Lecca y el joven Tudela, y con ellos muchos otros, que la protesta de la sombra fue un accidente malencontrado o “malencontroso”, si hemos de traducir el feliz adjetivo francés, en la historia del Perú.  Yo no lo creo así y antes bien creo todo lo contrario, pues estoy convencido que nada en la historia sucede de casualidad, ni mucho menos por mera mala suerte.  La protesta de la sombra vino desde dentro, por móviles profundamente arraigados que han hecho, creo yo, ineludible lo que llamo “la rebeldía” de esa misma sombra.  No que sea yo fatalista o no del todo, pero creo en lo que otro gran indigenista de relativamente nueva generación, don José María Arguedas, a quien no tuve el gusto de conocer personalmente, llamó “los ríos profundos”.  Qué grandes ríos emocionales recorren el paisaje interior del alma peruana y alimentan o mejor, abrevan tremendos monstruos, como los pleistoceicos, o quizá también enigmáticos fantasmas, no me cabe la menor duda  (válgame citar a este respecto la “búsqueda del nuevo Inca” por el ínclito historiador tempranamente fallecido Alberto Flores Galindo).  Por eso, creo yo, la interpretación del drama nacional debe ahondar en el plano psicológico, el plano de la psicología colectiva de cuya realidad profunda estoy convencido, sin perjuicio que hayan de caber otras interpretaciones como la social, económica, etc., que pueden ser también válidas.  Mejor dicho lo serán, a mi entender, siempre que abonen y redunden en la comprensión de la interpretación psicológica y expliquen los mecanismos de su causalidad interpersonal, o mejor, transubjetiva.  Así, lejos de ser antitéticas, nos parece viable atribuir a la interpretación psico-social un valor más que de hilo conductor, de hipótesis sintética de trabajo a un nivel superior de abstracción holística.  Con todo, ya que puede parecer, en efecto, inusitado que pretendamos dar una interpretación psico-social o macro-psicológica a un fenómeno, o conjunto de tales, que todos tratan de interpretar con los instrumentos conceptuales de otras ciencias humanas más positivas; economía, sociología, ciencia política, etc.  Tendremos en un momento dado que justificarlo, pero dejaremos esto para más tarde.
Puede creerse que la psicología colectiva perturbada que aquí sugerimos es un espejismo, o a lo sumo una ficción de no muy recomendable literatura.  Quizá, pero quizás también no deje del todo de valer la pena explorar esta vía macro psicológica o macro-antropológica, siempre y cuando no se la tome demasiado en serio.  Por demasiado queremos decir que no se la lleve más allá de lo lógicamente permisible.  La imagen macro-antropológica es un símil, una metáfora o alegoría que si la tomásemos al pie de la letra no tardaría en reducirse al absurdo; pero salvo tal precaución, puede no estar de más explorarla y ver a dónde nos conduce.
5.- Y bien, volviendo al esquema jungiano, nos queda un tercer personaje del teatro interior, el más extraño, el alma.  Claro que Jung dijo que el alma es femenina en el varón y masculina en la mujer.  Tal es la peculiar solución que Jung, dio al problema de la bisexualidad que se discutía en su tiempo: todo hombre bien constituido lleva dentro de sí un ideal de mujer, el arquetipo del “eterno femenino”, y esto es lo que hace posible el amor, o mejor dicho el enamoramiento, que en inglés se dice infatuación y consiste en la proyección de la imago del alma sobre la mujer amada.  En ese sentido el gran personaje de teología teatral, Don Juan, que no se enamora nunca, ¿no será acaso la expresión de la masculinidad pura, sin componente femenino?, es decir, en términos jungianos, el prototipo del “desalmado”?.  En otra parte hemos dicho que así lo sugirió Machado contra la tesis del doctor Marañón, quien se permitió hablar del narcisismo homosexual de Don Juan.  Pero dejemos esta tentadora diversión.  El caso es que al alma o “ánima”  femenina en el hombre corresponde un animus  masculino en la mujer y además el ánima del hombre es singular, aunque susceptible de metamorfosis (que puede ir desde la virginidad a la prostitución) y en cambio el animus es plural en la mujer, un coro o concejillo de varones que marcan una poliandria subconsciente femenina, haciendo pendant a la monogamia interior también subconsciente del hombre la cual a su vez contrasta o suele contrastar con su conducta externa poligámica, simultánea o sucesiva, como es frecuente entre nosotros.
Pero no hurguemos demasiado específicamente en la teoría del animus, pues según creemos, para los fines que nos interesan tiene una relevancia lateral.  En efecto, dentro de nuestro símil macro-antropológico concebimos que el Perú, como el nombre indica, es varón.  Que sepamos, el primero en entrar en este juego fue Don Luis Alberto Sánchez, con el título de su obra: “El Perú: Retrato de un país adolescente”. Así, creyendo seguir su ejemplo, supondremos para los fines de nuestra hipótesis macro-antropológica, que el Perú es un varón joven, que ya ha pasado la pubertad pero aún no ha llegado a la plena madurez viril o quizá apenas esté llegando a ella con cierto atraso. La macro-antropología transcurre en un macro-tiempo. Ya dijimos que no ha de tomarse demasiado en serio este símil, que debemos más bien entenderlo como una ficción literaria para ver a qué nos lleva.  Y bien, dentro de ese entendimiento consideremos un cuento, bastante pueril, o sea infantil, si se quiere, que se nos ha venido en mente.

LA INCONCLUSA HISTORIA DE MANCO
Este es Manco, un mozo apuesto y simpático pero que sus hermanos no dejan de encontrar algo especial, un temperamento que muda la extraversión fácil de humor ligero, hasta cautivante, a una introversión ensimismada, montubia, cabizbundo, medita bajo y aún violento. Manco tiene varios hermanos y hermanas, de nombres Ocllo, Halco, Titu, Pampa, Chibcha, etc.  Ya veremos los papeles que juegan en esta historia.  De sus hermanos y hermanas quien es más afín a Manco, algunos la creen gemela, es Ocllo, quien se le parece mucho físicamente aunque su temperamento es algo distinto.
Manco, Ocllo y los demás son hijos de la Mamapacha y un aventurero extraño, mezcla de guerrero y sacerdote, que llegó por acá: Ispahán.  Ispahán y la Mamapacha son ambos “parientes terribles” en el sentido del dramaturgo francés Jean Cocteau, violentos y tiernos a la vez en una trabazón de enlace muy complejo.  En realidad nunca se casaron, su relación comenzó como un abrazo forzado, puede decirse un estupro, ya que la Mamapacha era virgen, o doncella como se dice en español  y se prolongó en un largo concubinato.  Ese concubinato se extendió durante la infancia de Manco y sus hermanos, durante la cual Ispahán aunque no era padre legítimo, ejerció una celosa y severa patria potestad, a la vez educando a los hijos y aprovechándose de su trabajo, riqueza que dilapidaba allá lejos en guerras y otros lujos.  Manco y Ocllo quedaron por eso profundamente marcados y también Titu y los otros hermanos, en menor medida.
Todos ellos desde los primeros síntomas de la pubertad y aprovechando un descalabro pasajero que Ispahán había sufrido en sus lejanos dominios de origen, se rebelaron contra él y al cabo de muchas peleas lo vencieron, logrando independizarse, o más jurídicamente, emanciparse.  A decir verdad, Manco no tuvo una acción muy coherente durante estas luchas, pues si bien no le faltaron arrestos y sacrificios, también lo trabaron las dudas, sus mejores arrestos fueron por el bando históricamente equivocado y al final vinieron los otros a ayudarle y el combate definitivo se libró en su parcela de terreno por acción conjunta prácticamente de todos.
Se inició así una nueva fase en la vida de los hermanos; habían roto la dependencia paterna y más que salir volando del nido, lo habían destrozado; no maratón al padre, no hubo parricidio como en el “Tótem y Tabú”  de Freud, pero lo ahuyentaron, y desde entonces les tocó abrirse paso, por así decir, a la intemperie de un mundo dominado por otros: San, Bull, Marianne, Kurt, que por el lado paterno eran parientes más o menos lejanos.  Mal que bien se las fueron arreglando hasta encontrar qué producir y venderles para a su vez comprarles lo que ellos necesitaban, en un mercado que según se estima fue fuertemente desigual.  Un intento temprano del matrimonio de Manco y Ocllo fue frustrado envidiosamente por Halco, aunque a decir verdad, nuevamente, en su noviazgo Manco no actuó muy decidido y las dudas trabaron su acción.  Cabe recordar que la tradición familiar exigía que los hermanos se casaran entre ellos, endogámicamente, de forma que el tabú del incesto no opera al nivel macro-antropológico, cosa que también ocurrió, por ejemplo, con los Faraones de Egipto, que eran macro-personajes.  Por lo demás, según su ancestro materno, Manco y Ocllo son príncipes: el Inca y la Colla.
En cambio, después de las consabidas hesitaciones iniciales, Manco tuvo una acción brillante cuando Ispahán hizo una intentona, cierto que no muy bien pensada, de recuperar su antiguo dominio (Mazarredo –más enredo- fue quien dirigió la parte política de esa aventura).  Ese fue el mejor momento de Manco, quien condujo la alianza victoriosa con Halco, Titu y Ocllo y se cubrió de gloria en la contienda.  Halco quedó con la impresión de haber soportado la peor parte de tal pelea sin ganar los méritos y eso al parecer le causó cierto rencor.  Halco tenía un carácter muy distinto al de Manco, pues desde un principio tuvo conciencia muy clara de sus intereses.  Su educación había sido menos esmerada pero él se las arregló para compensar esa falla, al menos hasta cierto punto.  Vino entonces una fase como de coqueteo de Ocllo con Halco, pero el flirt se agrió y terminó mal porque Halco reclamó ciertos bienes que, según decía, Ocllo le había regalado al revés de lo normal y después negado.  Manco trató primero de mediar entre ellos, brindándoles sus buenos oficios pacificadores, pero Halco lo acusó de haberse aliado con Ocllo secretamente contra él y le declaró la guerra (dando con ello, por lo demás, razón a esa alianza).  Así un poco contra su voluntad, Manco se vio arrastrado a esta lucha fratricida y ya en ella asumió gallardamente el rol de defensor de su querida hermana Ocllo; pero por causas que sería largo explicar, el resultado fue que recibió una tremenda paliza.  En cambio Ocllo, fuera del bien disputado quedó intacta y la verdad es que, no obstante su fuerte animus, no hizo mucho  por ayudar a Manco.  En medio del bochorno de la derrota Manco podía gloriarse de haberla salvado.  Estando ya largamente vencido y mordiendo el polvo, de tórax contra el suelo, se negaba a rendirse aunque al fin tuvo que aceptar el hecho consumado.
  Esa contienda, irónicamente llamada del Pacífico, rompió el equilibrio entre Manco y Halco, éste salió enriquecido, al menos un tiempo, mientras Manco pasó por un período de postración del que fue recuperándose muy poco a poco.  Pero hay que tomar en cuenta que para hacer la guerra a Manco, Halco tuvo a su vez que ceder importantes pretensiones suyas ante Pampa, de manera que su rapiña no careció de altos costos para él.  Tal es un aspecto más o menos olvidado de la historia.
Ocllo, hembra brava, aunque su amor verdadero era Manco, al menos eso creemos, no dejaba, nuevamente, de coquetear con  Halco y éste le dio una compensación, por cierto muy insuficiente, pero estaba complemente fuera de su propósito casarse con ella.  Al parecer, o bien Ocllo se casa con manco o se queda soltera.  Manco, por su parte, fue recuperándose y poco a poco, no sin dificultad y rencillas, deslindó su finca con las de todos sus hermanos y vecinos, pero Titu, con quien lo hizo más tarde, al cabo de un tiempo no se dio por satisfecho.  Pero este problema que hipotecaba la prosperidad de Manco está ya resuelto.  Así mejor no meneallo.
Parecía que Manco verdaderamente se recuperaba; era muy noble, y si bien no estaban en él completamente acallados los deseos de revancha, su actitud efectiva fue aceptar la solución salomónica que llegado el caso pactó con Halco y desde entonces el propósito de Manco fue vivir en paz y tranquilidad con sus hermanos y vecinos, si bien muy al fondo de su alma latía siempre su deseo natural de casarse con Ocllo.  Manco tenía aparentemente una conducta muy serena, pero el drama o como se suele decir, la procesión iba por dentro, un drama que lo corroía y conturbaba y terminó por comprometer su salud.  Por fin, el mal crónico hizo crisis y se tornó evidente; parecía ser una perturbación emocional.  Los seguidores del Dr. Freud decían: es un complejo de Edipo mal resuelto, una fijación inmadura en la imago del padre, rezago de un excesivo apego a la madre y de una educación demasiado severa.  Algo de eso hay, como dijo Manolete, pero la cosa era aún más profunda.  Los seguidores de otro doctor, Alfred Adler, decían que se trataba de lo que él llamó “la respuesta viril”, o sea la compensación magnificante de una sentimiento o complejo de inferioridad, resultado de todos los procedente de su historia personal que ya sabemos, un entripado que se transforma en violento delirio de grandeza.  También algo de eso hubo, pero nuevamente la cosa era todavía más compleja y maligna.
Hubo últimamente indicios alarmantes en el sentido que el mal que sufre Manco no puede tratarse como simple neurosis, como querrían los diagnósticos anteriores.  Manco viene dando síntomas psicológicos de algo que según entiendo los médicos llaman “parafrenia”, o desdoblamiento de la personalidad.  Manco es un ser dividido contra sí mismo.  Las enfermedades psicóticas de este tipo son graves porque es difícil penetrar en la mente del enfermo y ayudarle a resolver psicoterapéuticamente su conflicto.
Hay sin embargo, una pista por donde entender el drama de Manco, pista según la cual su conciencia está profundamente perturbada porque ha irrumpido en ella lo que el tercer célebre doctor, Carl Gustav Jung, llama un “arquetipo” del inconsciente profundo, arquetipo que deslumbra y fascina su ego sin que lo logre dominar y asimilar; es como un sueño obsesivo o un mito personal, que le viene de su ancestro materno y del terrible trastorno que fue para él la relación entre sus padres (el inconsciente profundo de Jung es justamente lo que él llama “inconsciente colectivo”, pero éste, sin dejar de serlo, le es “personal” a Manco dado su carácter de personificación macro-antropológica de la colectividad nacional).
En su forma más reincidente  los expertos conocen como mito de Inkarrí a ese fantasma obsesivo del inconsciente profundo de Manco, pero el arquetipo tiene otras variantes en lo que se suele llamar la mitología mesiánica andina, llámese la “cuarta espada”, o cosas por el estilo.
Aquí el cuento no termina, se interrumpe dejando en suspenso el desenlace final.  Nuestro cuento no es igual a aquellos a los que estamos acostumbrados, que suelen llegar a un término feliz como sería, por ejemplo, que Manco y Ocllo, -el Inca y la Colla- se casen y vivan dichosos.  Creemos que esta posibilidad no está excluida, pero tampoco está asegurada.  ¿Sanará Manco?,  ¿recuperará su equilibrio y la sabiduría?, ¿sabrá rehacer la alianza victoriosa con sus hermanos, que le dio hace tiempo un momento de gloria, como en sus ratos de serenidad lo piensa? Todo esto queda pendiente.  Nuestro cuento se parece a ciertos relatos orientales que no concluyen ni bien ni mal, sencillamente se interrumpen y la vida sigue su curso con todos sus interrogantes, no obstante cuán angustiosos ellos puedan ser.

EL DRAMA ESCATOLÓGICO
Hasta aquí la historia inacabada de Manco.  Terminado o suspendido hasta nuevo aviso el cuento, podemos continuar también este proemio explicativo de la intención que nos anima a emprender el estudio.  Se trata del recuento, no muy técnico, de una historia, la del debate de la identidad nacional, pero historia que cobra la dimensión de un caso clínico.  Al Perú se le escapa el alma y en ello consiste, a nuestro entender el drama manifiesto como rebeldía de la  sombra, que vivimos; tal nuestro Pudelskerne  en el decir goethiano (o “madre del cordero”, como se dice en idioma castizo, tengo entendido, a raíz de Cervantes).  Ciertamente el Perú no ha vendido el alma al diablo como el doctor Fausto, pero de alguna manera se le ha salido de su sitio, está fuera de su lugar: mejor dicho lo que vendió no fue el alma sino la sombra, como en el cuento de Adalbert von Chamizo, pero a consecuencia de eso el alma se le ha extraviado, como  esa  “nivola”.   El  suyo  es  pues  una  variante  del pecado fáustico: al dar su sombra al diablo el Perú “se echó el alma a la espalda”, los efectos no son menos graves, y por cierto, son mucho más complicados que el cuento de la “almilla”, de don Dimas de la Tijereta que Ricardo Palma puso al comienzo de sus “Tradiciones Peruanas”, burlesca versión criolla que es una diminuta caricatura de ese grandioso tema clásico.  ¿o romántico? Escatológico en todo caso.  Esperemos que no nos  sea negada la redención final, de preferencia todavía en este proceloso y también pícaro mundo durante la presente vida terrenal en que ha de culminar la Historia.
  Según Jung, el alma o “ánima” en el hombre, es una especie de válvula por la que la conciencia se comunica con el inconsciente profundo.  Este se ha desbordado, ha invadido la vida consciente sobrepujando esa válvula que por ahora no pude cumplir su función normal de vía de comunicación, sin duda, en última instancia hacia la trascendencia.  Habremos de explicarnos mejor sobre ello.  Nuestro deseo es, por lo menos, comenzar a entender certeramente el enigma oculto de este proceso de psicología colectiva y si es posible, ayudar a que los “ríos profundos” encuentren su nivel, porque en la demanda, como peruanos que somos, se nos juega la vida.

EL EDIPIANO HISPANISMO
6.-Pero antes surge un problema que debemos resolver, o dicho de otro modo, hemos dejado pendiente un punto que sin duda constituye pieza importante en nuestro razonamiento.  En efecto, hemos dado una interpretación jungiana al indigenismo como “protesta de la sombra”, pero ¿el hispanismo?.
Dijimos que es una anti-antítesis, situándolo así como complicación imprevista en nuestra dialéctica hegeliana:  más aún, no lo hemos encajado en el esquema jungiano que nos sirve de hipótesis de trabajo:  persona, sombra y alma.....¿Será que lo desborda que no cabe en él?.
Creo que podemos resolver este interrogante recogiendo una sugestión de la inconclusa historia de  Manco, a saber:  España o Ispahán, no es la madre, ni puede serlo porque la madre es siempre la tierra, madre divina para nuestros indios, hoy llamados campesinos y por extensión, en el caso, la raza telúrica ligada a ella. España es pues el padre, contra el convencionalismo usual.  Esto aclara el panorama.  El hispanismo, según la lógica del esquema, debe ser entendido como un acendramiento de la “imago” paterna y esto justamente es lo que en términos freudianos se llama el “super ego”, cuyo rol en el émbolo psicológico de esa escuela es conocido y no necesitamos insistir; baste decir que el “super ego”, interiorización de la imago paterna, es el origen, según Freud, de cierta compulsividad con que se presente la vida moral, y en particular el sentido del deber, lo que tiene que ver a su vez con algunos aspectos compulsivos de la conciencia colectiva según Durkheim.
Así se resuelve el problema respecto de Freud, pero queda por saber cómo se compatibiliza el esquema freudiano con el de Jung.  Para ello recordaremos que Jung era ecléctico y no obstante el tono polémico que después de la ruptura adoptó frente a su maestro, Freud, eso nunca lo llevó a desconocer los grandes descubrimientos de aquél; los relativizó, cierto, para asimilarlos a su propio sistema.  Para él la persona, la sombra y el alma son estructuras simbólicas y sin duda arquetípicas del teatro interior, como ya lo hemos dicho él los llama su propia mitología, pero no las únicas es decir no son exclusivas, hay otras.  Ahora bien, Jung, ya viejo, dijo que Freud había descubierto sólo un arquetipo, pero muy importante: el “complejo de Edipo”, que no es otra cosa que el proceso de asimilación de la “imago” paterna y su solución es la conciliación del sujeto con ella, si el complejo se resuelve de manera normal, es decir saludable.
De acuerdo con esta lógica, el hispanismo viene a ser un encumbramiento de la imagen o huella del padre producido en el decurso del macro complejo de Edipo del Perú como país adolescente.  En el juego de las fuerzas anímicas, ello debe explicarse como una reacción compensatoria ante el excesivo “apego a la madre” exaltado en la fase indigenista, una necesaria ruptura simbólica de la nostalgia del útero y del cordón umbilical.  Por lo demás creemos el hispanismo no es sólo cosa de intelectuales, hay en él también aspectos populares y no creo que estos se reduzcan a la afición a las corridas de toros.  Pero este es un tema que podría ser objeto de investigaciones posteriores y que incluirían aspectos lingüísticos, religiosos, folclóricos y también jurídicos.  Pero si esto es así, entonces una conclusión se impone: la solución del complejo de Edipo es la aceptación del mestizaje.  Las dialécticas jungiana y hegeliana coinciden en tal solución.
Cierto, pero eso no es tan fácil porque entretanto el alma ha sido tocada, turbada.  “Claro, claro y no tan claro”, solía decir Mairena: una cosa es la solución pensada en abstracto, y otra es la solución real, vivida o vívida, sin perjuicio que dicho pensamiento sea válido.  El que la conclusión sea válida no impide que llevarla a cabo reclame toda una tarea.  Y con esto volvemos a la problemática de la búsqueda del alma se manifiesta en la angustiosa rebeldía de la sombra.

PRONÓSTICO PRUDENTEMENTE OPTIMISTA
7.- Al final del cuento de Manco dijimos que el Perú daba síntomas sicóticos de una personalidad dividida en guerra consigo mismo.  Inclusive usamos, o sé si muy técnicamente, la expresión “parafrenia”.  Mi colega el Embajador José Guzmán me ha hecho notar que como diagnostico eso es muy grave porque el pronóstico suele ser, como se dice, reservado... Guzmán me reprocha un injustificado pesimismo; pero no hay tal.  Los síntomas están ahí, con la terquedad de lo históricamente acaecido, que ya no se puede borrar.  El Perú ha ofrecido en años muy recientes el espectáculo de un pueblo cruelmente revuelto contra si mismo y a todos nos embargó la angustia de hasta donde eso podría llegar, si acaso nos hundiríamos en la noche de la autodestrucción.  El hecho es innegable y no tiene sentido olvidarlo, baste recordar el dantesco bombazo de la calle Tarata, en pleno Miraflores, entre otros muchos eventos, o haberles visto las caras de odio a los terroristas exhibidos por la televisión para medir en profundidad (“to fathom” se dice en inglés) la terrible fisura de nuestra conciencia colectiva; pero por grave que ello fuere es sólo un síntoma, o conjunto de síntomas, lo cual no autoriza a precipitar la conclusión ( o “saltar a ella”, como se dice en el lenguaje de los Estados Unidos: “jump into conclusions”).   La lucha esta planteada y ha seguido de manera que, como van las cosas, debemos considerar alentadora.  No quiero entrar en política, no es mi tarea en este momento, debo mantenerme en un plano eidético o conceptual, por no decir ideológico.  (Se habla hoy del final de la ideología”, pero es obvio que la ideología no puede terminar ni acabarse porque ella es la filosofía al alcance de políticos y periodistas.) Pero en este plano surge otra posibilidad a la que con fuerza nos aferramos.  Una distinguida religiosa,   la   madre   Luz   Maria  Álvarez  Calderón,  ha divulgado entre nosotros la enseñanza de un psicólogo o psiquiatra polaco de quien ella fue discípula: el Profesor Casimir Dabrowsky.  No siendo yo de esa profesión, o ese oficio o “Arte”, como se dice, no puedo juzgar la validez de su doctrina, pero me acojo a ella porque es muy sugestiva y arroja una luz sobre nuestro sujeto, el sujeto colectivo que nos embarga porque le pertenecemos y prejuzgo que viene a ser muy esclarecedora. Y bien, según Dabrowsky hay enfermedades mentales que él llama “psiconeurosis” y muestran síntomas tanto neuróticos como sicóticos, pero que no son ninguna de las dos cosas, son crisis de crecimiento de personalidades complejas y profundas que llegan a la madurez a través de un proceso tardío y difícil que él llama de “desintegración positiva”, ¿Será esto a escala macro antropológica el caso del Perú?.  Así quisiéramos pensarlo y en la medida que nos quepa, coadyuvar a que este proceso de sanación se consolide y se consume: pasar de la adolescente, en el sentido de carencial “protesta viril”, a la plena y lograda virilidad, que es otra cosa y aunque tarde, alguna vez hemos de llegar a ella y gozarla cabalmente como pueblo.  En estas estamos, la vida es una perpetua pugna, pero la pugna es esperanza y aflora ya la promesa de la victoria.
Hay un conjunto de hechos recientes que son signo que lo peor ha pasado, al menos así lo creemos o queremos creerlo. El Perú se ha hecho una auto operación de cirugía que ha venido a aliviar sustancialmente su mal; pero para que tal cosa sucediera era necesario que el proceso de recuperación hubiera comenzado antes.  Hemos presenciado, en efecto, peruanos y extranjeros, una voluntad política firme que ha llevado a ésta, confío, decisiva victoria.  Y conste que no quiero adular a un gobierno que maltrató gratuitamente en un momento dado al Servicio Diplomático al que he pertenecido toda mi vida útil.  Pero frente a aspectos sustanciales, sobre cuya política guardo dudas y reservas, no puedo dejar de reconocer el valor de su determinación, creo yo, salvadora en esta lucha.  Es un conocido apotegma el que nos dice que para filosofar hace falta antes vivir:  primun vivere, deinde philosophari; yo les dije a mis colegas los diplomáticos latinoamericanos, en la última jefatura de misión que tuve y de la que fui separado precisamente en ocasión del auto golpe del 5  de abril, les dije glosando aquel aforismo: primun vivere, deinde democratizare: lo más importante en el Perú actual es ganar la guerra contra la subversión terrorista, esa es la cuestión de vida o muerte; muchas otras cosas quedan pendientes, pero “cada día tendrá su afán”.
Como quiera que se evalúe ese gobierno no podemos desconocer que resolvió tres problemas fundamentales:
·                  La crisis económica producida por la galopante inflación, que fue el legado del gobierno anterior;
·                  Propinó una derrota a la subversión terrorista, que esperamos sea decisiva;
·                  Resolvió el problema fronterizo con el Ecuador, que era como dijo Carlos García Bedoya, una hipoteca sobre nuestra política exterior.
Esos tres hechos no pueden ser borrados de la historia del Perú.  Claro que también pasarán en la historia política de la nación varias otras cosas graves.
Entre las peores están la compra de conciencias y el intento de segunda reelección, la cual fue cohonestada por el parlamento de entonces, mediante lo que se llamó la ley de interpretación auténtica.  El Congreso tiene la suprema facultad de interpretar la ley pero al hacerlo no puede mentir.  Y esto fue lo que se hizo, pero se derrumbó como un castillo de naipes.  Por lo demás ningún Presidente que pretendiese perpetuarse en el poder ha durado más del oncenio de Leguía.
Desde hace mucho tiempo se viene hablando en el Perú de paz y el pueblo ciertamente anhela la paz, pero ante el mal que nos aqueja la única paz segura es la que sigue a la victoria.  Por un eufemismo de nobles y profundas raíces históricas, bajo la dominación española, a esa anhelada victoria la llamamos “pacificación”.  Ha habido entre nosotros quienes han predicado un falso pacifismo, inclusive curas.  Es cierto que Cristo dijo: “He venido a traer la guerra y no la paz”, lo dijo en el sentido que esa guerra es el precio de la paz, mediante la victoria que al parecer estamos los peruanos en camino de consolidar. ¡Que Dios sea loado!
Claro que con una victoria a corto plazo los males del Perú no por eso habrán terminado, pero la victoria es la condición para abordarlos con serenidad y lucidez.  Si a algún propósito obedece mi trabajo es al de contribuir a esa toma de conciencia.




SEGUNDA  PARTE



OTRA REVISIÓN DE LA HISTORIA
8.-  Quisiéramos “descelar” en la realidad presente del Perú signos que coadyuven a tal diagnóstico y pronóstico optimista.  No hay donde ir a buscarlos sino en nuestra propia historia y para eso no conviene que nos limitemos a dar de ella la versión simplificada que recogemos en el inconcluso cuento de Manco.  Hace falta repasarla ahora con otra óptica que eche mano de mayores recursos. Además, no bastará nuestra historia singular como pueblo colectivamente individualizado, porque ella se inscribe en el contexto de los otros pueblos americanos, los hermanos de Manco.  Es sabido que de diferentes maneras Bolivia, Chile, Argentina, Colombia han vivido dramas quizá menos profundos pero no menos intensos que e nuestro y todo de alguna u otra manera de raíces parecidas.  A mayor abundamiento, tenemos el ya remoto drama, o más bien tragedia, de la revolución mexicana sobre la que habría tanto que decir y seguramente habremos de glosar algo nosotros, llegado su momento, tragedia de la que un tiempo el epígono pareció ser una interminable y aburridísima comedia de mal gusto, que ahora se desata, o comienza a desatarse.  En fin, ya veremos.  (Dígase por de pronto que en el “Laberinto de la Soledad” de Octavio Paz, notable interpretación de la realidad mexicana, echamos tristemente de menos toda referencia  a la cruenta guerra de los cristeros.  Ese cínico silenciamiento es sin duda parte del laberinto).  Y Brasil?, que habríamos que llamar el primo Braz, el enorme; ya habrá ocasión de digredir algo sobre nuestra relación con él.  Nada  de esto podemos dejar de tomarlo en cuenta.
Tampoco podemos ignorar el clima mundial.  Hasta hace relativamente poco sopló por aquí en América un siroco sofocante y bochornoso de procedencia oriental, el cual ostensiblemente se ha calmado dando paso a brisas mejor templadas.  Todo esto es digno de sopesarse porque ha tenido una eficacia innegable en nuestro proceso.  Hay una mejora del clima exterior y eso alivia la fiebre interna.  Para ser más explícitos, digamos que primero fue el lapso del síndrome vietnamita, que nos sonrojaba  y conturbaba e inhibía a los partidarios de la libertad. O mejor, la legitimidad democrática (su apogeo correspondió al septenato de Velasco y a la dictadura de Allende); luego el desplome definitivo del imperio soviético que ha dejado sin padrino a los entusiastas del socialismo real o imaginario, hecho liberador, como quiera que se piense de las teorías de Fukuyama. (Ahora buscan financiamiento en los medios “liberales” norteamericanos, medrando con la anfibología de la palabra en el lenguaje político de los Estados Unidos).
Hemos dicho ya que el debate del indigenismo está íntimamente trenzado con nuestra evolución histórica y aunque hemos anotado algo al respecto, quizá convenga agregar un poco más ahora. Recordemos, he hablado del problema de fondo de la identidad nacional en la época republicana como de una dialéctica cuasi hegeliana: tesis inicial sobre entendida y mal explicitada, la “ilusión  de la persona blanca”, la protesta de la sombra, la  “reacción hispanista”, paso previo y condicionante para la afloración de la “síntesis mesticista”.
Por cierto, la dialéctica cuasi hegeliana así esbozada tiene su origen en un hecho básico:  la Conquista del Perú por Pizarro y sus huestes al preludiar el segundo tercio del siglo XVI, hecho que también debe interpretarse hegelianamente a la luz de la teoría conocida como “dialéctica del amo y del esclavo” o mejor, del “señor y el siervo” y que constituye, al parecer, el núcleo fundamental de esa primera gran obra de Hegel que fue la “Fenomenología del Espíritu”.  Para ello hay que interpretarla más allá de su inicial individualismo robinsoniano, en una versión colectiva y masiva de enfrentamiento y sojuzgamiento de pueblos, suceso nada nuevo en la historia de la humanidad.  Los cuatro  epígrafes de la dialéctica:
· Persona blanca (Tesis)
· Indigenismo (Antitesis)
· Hispanismo (réplica) y
· Mesticismo (síntesis)
Deberán, pues, ir precedidos por una explicación preliminar del hecho de la Conquista, que incluya una valoración de lo que era el Perú antes de ella, el Perú prehispánico y lo que fue el Perú en el período inmediatamente siguiente, el “casto capullo” del Virreinato, si se nos permite utilizar esta imagen de Hôlderlin, que cuidó la crisálida nacional hasta que empezó a volar con vuelo incierto cuando ese capullo fue roto, “o mejor fue deshilachado” por la guerra de la independencia.  Seguiremos la doctrina de un difunto hispanista con quien me ligó fraternal amistad.  César Pacheco Vélez, discípulo de mi padre Víctor Andrés.   El  comprueba que la Patria peruana hunde sus raíces y tuvo su origen en el pasado incásico y pre hispánico en general; pero la Nación peruana, propiamente tal como hoy la conocemos, sólo advino, o nació para decirlo con más precisión empece a la redundancia, a raíz de la Conquista que produjo el mestizaje biológico y cultural y aportó sobre todo la religión católica, en un esfuerzo de evangelización y aculturación notable.
El Perú como Nación es así mestizo y cristiano aborigen, al igual que los otros pueblos de la América hispánica.  Puede decirse que dos escritores peruanos ejemplifican de manera paradigmática y complementaria esa realidad: el Inca Garcilaso de la Vega y el cronista indio Guamán Poma de Ayala.  Este atestigua por preeminencia el drama local que fue la consolidación del Virreinato, mientras Garcilaso lo proyecta a la dimensión ideológica sublime del renacimiento platónico y cristiano a la vez, como me lo ha explicado mi amigo Alberto Cordero Lecca siguiendo los pasos del recordado José Durán Flores (“vaca mansa”, según lo llamaban sus amigos de “La Prensa” de Lima).  Así, si el legado incásico es la patria; el de la Conquista y el Virreinato es la nación, y la independencia trajo consigo la consolidación de la República, EL Perú como Estado.  Es allí donde se inserta e instaura la ilusión de la persona blanca y el ensayo continua su decurso que ya hemos esbozado.
       (Advertencia.  Hay un problema de paternidad respecto de esta valiosa concepción.  Se la he atribuido líneas arriba a César Pacheco Vélez, fallecido hace varios años, porque en una oportunidad se la oí a él, pero resulta que hace unos meses asistí a una conferencia de mi amigo el profesor José Antonio del Busto Duthurburú en la Asociación Entre Nous, en la cual sostuvo exactamente lo mismo pero con aún mayor lujo de detalles y énfasis mesticista.  Preguntado privadamente por mí, me dijo que la teoría era suya.  Prefiero inferir que se trata de una feliz coincidencia entre dos estudiosos de la historia nacional ligados a la Universidad Católica del Perú, y por lo tanto a la tradición hispanista en la que yo también me inscribo.  De otro lado el profesor del Busto valiéndose del concepto aristotélico de la definición sostiene que la aportación hispánica a nuestra cultura representa el género próximo que ostentamos en común con todo el “pueblo continente” hispanoamericano  como  le  gustaba decir a Antenor
Orrego, y en última instancia con el mundo tridentino; pero por contraste, el legado prehispánico constituye nuestra diferencia específica, que en América solo tiene un similar en los Mayas y Aztecas de México – Guatemala y esta diferencia específica es lo que marca la profundidad de nuestra dimensión histórica).
Pero no ha de bastarnos un recuento teorético, abstracto, histórico, del debate pues, todo lo contrario, hemos de constatar que nuestra dialéctica ideológica está internamente trenzada con los hechos políticos de la historia del Perú del siglo XX.  La llamada, por Basadre y Flores Galindo y Pedro Planas “República aristocrática” fue a principios de siglo epítome de la ilusión de la persona blanca, provocado entonces el clamor solitario, desértico, de Gonzáles Prada; aunque no del todo desértico porque, según lo ha remarcado Planas, eso no impidió que fuera en ese período el momento en que dio sus primeros brotes el cactos silvestre del indigenismo.  Ya hemos dicho cómo.  El oncenio de Leguía coqueteó poco convincentemente con lo que hemos llamado la protesta indigenista de la sombra; es conocida la protección que ese gobierno dio a Mariátegui.   Durante la reacción de Benavides y del primer gobierno de Prado campeó el hispanismo, que sonó le glas, si puede usarse tal expresión híbrida franco-hispánica, entre gabacha y gachupina, con la muerte de Riva Agüero en 1944.  La figura dominante de la política peruana era entonces Haya de la Torre, con su partido teóricamente indigenista, el APRA, que actuaba desde la sombra, o sea la clandestinidad y el destierro, pero constituía desde ahí el trasfondo o telón o ruido de fondo de la vida política nacional. Sonó la hora de la libertad por poco tiempo en el agitado gobierno de Bustamante y Rivero (moderado hispanista por no decir timorato, quien escandalizó a ciertas gentes al hablar de “las izquierdas evangélicas”), que  desembocó  en  la  “vuelta  a  la  normalidad”  con el ochenio del General Odría, durante el cual la figura dominante en la política y la ideología peruana fue don Pedro Beltrán, cosa que siguió siendo cierta del subsecuente nuevo gobierno de Prado y el primero de Belaunde (Fernando). Beltrán, a mi entender, encarna una recaída en la ilusión de la persona blanca, pero de calidad anglosajonizante, muy distinta a las manifestaciones más latinas que ese fenómeno había tenido antes.  Sobre esto no podemos explicarnos ahora, pero quede el hecho que el segundo gobierno de Prado y el primero de Belaunde fueron notoriamente democráticos y con plena libertad de expresión de modo que todos los matices de la inteligencia nacional pudieron expresarse durante ellos y “venderse”, como se dice ahora, en el gran mercado de la opinión pública. (Recordemos la discutible frase atribuida a Churchill: “No hay opinión pública, sólo la hay publicada”).
La resultante fue un vector inesperado: la así llamada revolución peruana, encabezada por el General Juan Velasco Alvarado, que para bien o para mal removió los conchos del país y por primera vez ejecutó desde el poder un programa supuestamente indigenista, conchos como de esta “botella de náufrago” arrojada al mar que es en apariencia el país en el proceloso océano de la Historia Universal.  Es entonces cuando se pasó de los que hemos llamado la “protesta” de ese signo, a la “plena rebeldía” de la sombra que el Perú viene viviendo desde los años 70.  Es opinable hasta que punto tal rebeldía fue suscitada por la demagógica manipulación izquierdizante del poder bajo Velasco o si antes bien el velascato fue una liberación parcial de la presión revolucionaria que permitió que entonces la caldera o botella no estallara.  De un lado, bajo ese régimen, con el rectorado de Efraín Morote Best una de las ramas del comunismo se apoderó de la Universidad de Huamanga y desde ahí, nuevos Chancas, amenazaron la integridad de la Nación.  Pero de otro lado, está la Reforma Agraria, malhadada por el odio, la injusticia y la ineptitud con que fue hecha, pero que mirándolo bien, por un curioso efecto preterintencional, fue el descorche de la botella, Velasco fue un buen “jarro”, que inadvertido por nuestro Simbad o quizá no del todo, aprendiz de brujo, liberó al genio preso en ella, cumpliéndose no tres, sino un buen propósito fundamental, así Sendero Luminoso llegó demasiado tarde, cuando ya se había “prevaciado” la causa del sustento popular que de otra manera, si seguimos a Mariátegui, el radicalismo maoísta habría tenido entre nosotros.  En otras palabras, que ello se lamente o no, el viento de la revolución se llevó al viejo latifundio peruano, tanto en la costa como en la Sierra; si no se lo hubiera llevado, particularmente el serrano, la peligrosidad de “sendero luminoso” habría sido muchísimo mayor.  Cuando se produjo era ya un movimiento “prepostero”, como se dice en inglés (I get preoposterous in the Bosphorus). 
El Perú es como un velero que navega contra el viento, que viento?: va haciendo zigzag pero de todas  maneras avanza, sólo que la Divina Providencia no explica de antemano sus planes. (velascos, abimaeles et all son juguetes en sus manos, los dados cargados con que se entretiene tejiendo el destino).  Dios es peruano, se dice, aunque en época de Velasco se decía que por no haber nacido en territorio nacional le habíamos negado el pasaporte; pero ciertamente El no se lo dejó quitar.  En todo caso, es claro que el experimento, que fue llamado “modelo peruano”, fracasó rotundamente, envenenando el caldo de cultivo y nos dejó como secuela esta sobria rebeldía que nos ha agitado, diezmado y empobrecido a extremos imprevisibles.  Curiosamente fue el pensador hispanista, Alberto Wagner De Reyna, quien dio este título a nuestra revolución burocrático militar.

LA REBELDÍA DE LA SOMBRA
9.- Según se suele reconocer, la crisis actual del Perú tiene cuatro aspectos diferenciables aunque relacionados entre sí:
·      La subversión terrorista, de atávica crueldad insospechada en lo que se creía ser el dócil pueblo peruano;
·      El narcotráfico, corruptor y no menos criminal;
·      La economía informal, que se ha calificado de “nuevo sendero”, pero sendero hasta ahora conducente a una inaceptable sociedad “chicha” o “combi” y por última,
·      La distorsión y desmoralización de las instituciones, manifiesta sobre todo en las generalizadas corruptelas administrativas, judiciales, castrenses y otras no menos graves.
Todo esto es manifestación o consecuencia de la rebeldía de la sombra y hemos de estudiarlo en detalle que aquí ahora no podemos dar.  Su signo, como bien se comprende es marcadamente contradictorio.  Está por ejemplo, la preocupante desmoralización policial, pero ella coexiste con el comportamiento frecuentemente heroico de muchos, quizá los más en este atribulado cuerpo de servidores públicos uniformados que es el que más bajas, mal compensadas, ha sufrido. Lo común es que se hable del uno o el otro aspecto de esta cuestión, no es común que se entienda a la vez las dos caras de dicho acuciante problema. ¿Cuáles son sus raíces?
El filósofo español José Ortega y Gasset profetizó a principios del siglo pasado la “Rebelión de las Masas” y qué duda cabe que eso viene sucediendo en el Perú desde hace un tiempo.  No todo en ello es de signo negativo, en especial  la  aspiración a la movilidad social ascendente ha dado lugar a un explosivo crecimiento de la demanda de educación superior, universitaria.  No falta quien recurre al engaño de un “cartón” obtenido fraudulentamente, o a  “pasar por agua” los exámenes, pero son los menos; en los más hay una evidente sed de conocimiento, si bien frecuentemente deja sentirse la insuficiencia de la preparación básica que haga posible asimilarlo.  El hecho es en todo caso intrínsecamente positivo y encomiable y hasta es fundamento de una renovada esperanza de un futuro mejor. Nuestra sombra, como en la pintura impresionista, tiene luces y ciertamente no es un simplista empastado en negro.
Otro aspecto de la realidad del Perú post-revolucionario es que, como quiera que se las mire, con nostalgia u odio la Revolución y en particular la Reforma Agraria, “le rompió el espinazo” a la vieja oligarquía (la frase auto congratulatoria es del propio Velasco).  Con eso no se logró una distribución más equitativa de la renta, pues surgieron nuevos ricos, quizá menos elegantes pero no menos opulento.  En  cambio, un resultado positivo ha sido el incremento de la competitividad manifiesto en la forma en que se preparan para la vida las nuevas generaciones.  Hernando de Soto, con quien me une la amistad proveniente de parentescos arequipeños comunes, ha llamado “Mercantilismo” a nuestro viejo sistema patriarcal de prebendas y privilegios dispensados por el poder, en que uno debía como favor lo que le corresponde por derecho, favor que no siempre se alcanzaba.  El resultado de ello era un régimen económico presuntamente capitalista, pero completamente distorsionado por una  estructura de mercado marcadamente monopolística.
No sé si será muy correcto este nuevo uso de la vieja palabra que tenía una muy precisa significación en la teoría  y  la  historia  económica;  pero  la idea en sí es muy interesante y “El otro Sendero” de Soto es sin duda la obra de investigación socio económica más importante aparecida en el Perú desde Mariátegui (me queda por leer el libro de Juan Ossio titulado “Las Paradojas del Perú Oficial”, que acaba de aparecer y que es otro candidato a ese alto honor).  En todos los niveles, tanto en la empresa formal como en la informal, la sociedad peruana se ha vuelto más competitiva y eso me parece intrínsecamente bueno, aunque sea de temer que pueda conducirnos a una excesiva angustia cotidiana en la lucha por la existencia, o “cura” para decirlo en términos heideggerianos.  El asunto tiene complicaciones técnico-jurídico-culturales en las que no puedo entrar ahora; baste aludir a ello para volver en su debido momento.

LA BÚSQUEDA DEL ALMA
Pero lo que yo pretendo es que la rebeldía de la sombra, con ser ambivalentemente grave en sí misma, constituye antes bien signo o síntoma de algo más profundo: la pérdida y la consiguiente búsqueda del alma porque, como ya lo hemos dicho, se nos ha extraviado.  Tenemos un alma “traviata” en el decir verdiano.  Y ¿qué es el alma? sino la identidad más auténtica la cual, en todo ser humano, en última instancia, radica en la apertura a la trascendencia, el Ser infinito y Absoluto, lo sagrado y santo que da sentido al mundo y a la vida, pues para darle ese sentido los creó.  En suma, el problema del Perú actual es en el fondo a través y a pesar de todas las apariencias que puedan sugerir lo contrario, o en cualquier caso algo distinto, pues digo, un problema religioso, una urgencia de reconversión al cristianismo que estuvo en la base de la constitución de la nacionalidad peruana y cuya recepción fue posible por una profunda religiosidad del Perú prehispánico, a pesar de la interpretación en sentido contrario.  Ella ha sufrido un dilatado “entibiamiento” secular, por decirlo en términos juaninos: “Porque no eres ni frío ni caliente te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis).
Creemos   que   a   lo    largo   de  la   historia  del   Perú,  ha   habido   dos procesos de aculturación: el primero bajo el signo de la cruz, fue particularmente intenso hasta la primera mitad del siglo XVII y con extraordinarios frutos de santidad produjo la cristianización “sincrética” del país, cosa que ha analizado profundamente el sacerdote jesuita, Padre Manuel Marzal.  Desde entonces le siguió esa cierta tibieza que he mencionado y a la que al avanzar la República vino a sumarse la segunda aculturación, hecha bajo el signo de valores puramente utilitarios y económicos, el dios Mamón que mi padre execraba.  La correcta comprensión de nuestro gran poeta Cesar Vallejo, creo yo, radica en el efecto acumulativo, conturbador, que tuvo en su alma esta doble aculturación histórica de sentidos opuestos.  Hace un tiempo dediqué mi contribución a un seminario vallejiano a sostener esta tesis.
En otras palabras, Vallejo vivió una infancia y juventud imbuidas de cristianismo tradicional en una provincia de la Sierra cisandina, como era el Perú entonces.  Bebió el cristianismo con la leche materna, pero se destetó primero en Trujillo y luego en la Lima de finales de la belle époque y se fue del país cuando muerto su mentor, el poeta Abraham Valdelomar, comprendió que nada tenía que hacer acá en un medio que le exigía un estándar de mediocridad al que él no podía adaptarse.  Se fue a París en busca de nuevos vientos y allí se hizo comunista porque su desgarrado espíritu no tenía otra manera de protestar contra el sórdido dominio del dios  Mamón, el usurpador, en la sociedad peruana; pero en el fondo, su alma siguió siendo cristiana y ese cristianismo suyo reaflora sobre todo ante la cercanía de la muerte en muchos de los maravillosos poemas póstumos que nos dejó.
Hay además curiosamente en Vallejo un fuerte rasgo hispanista, hispanismo de izquierda, por cierto, pero hispanismo al fin y esto habremos de estudiarlo en detalle cuando llegue el momento marcando su filiación quijotesca, unamuniana, de la más noble cepa popular castellana.  Todo eso hace del cholo Vallejo, como afablemente lo llamaban sus amigos, un proto hombre del Perú contemporáneo, creo yo, el único genio literario que nuestro país ha producido, genio en otro plano Pachacutec si estamos al decir de la etno-historia y en el propiamente literario Gracilazo de la Vega alcanza ribetes de genialidad.  Estudiarlo sobre todo desde el punto de vista más profundo, el religioso es indispensable para entender el Perú, es decir, entender nuestra alma perturbada.  Los que carecen del don de percibir el mundo religioso son incapaces de entender al Perú.
10.- Y a esta altura es tiempo que traigamos a colación a un autor contemporáneo muy importante cuya pertinacia en mi pensamiento he señalado, pero todavía no la he explicado.  Se trata de René Girard, publicista francés que vive en los Estados Unidos y ha publicado originalmente en inglés la mayor parte de su importante obra.  Esa obra comenzó como un cometido de crítica literaria.  Girard estudió a grandes novelistas como Cervantes, Stendhal, Flaubert, Dostoievsky, para demostrar la siguiente tesis:  el amor literario, contrariamente a lo que pretenden los románticos, no es un vuelo espontáneo del espíritu sino todo lo opuesto, suele ser inducido por un prurito imitativo:  el Quijote amó a Dulcinea imitando a los paladines de novelas caballerescas “soñó con Esplandines y Amadises”, decía Machado; Madame Bovary se entregaba a su amante aristocrático imitando a las demi mondaines del lujoso mundo parisino “lujurioso” se diría en inglés, que ella no conocía sino a través de la literatura barata y folletinesca de los periódicos de entonces.  El caso del Jean Sorel, del “Rojo y Negro” de Stendhal es más complicado, pero redunda a fin de cuentas en lo mismo.  La elección del ser amado es inducida por un modelo que se imita.  Eso llega al delirio en el marido que imita a los amantes de su mujer, descrito por Dostoievsky (los celos le son necesarios).  Así Girard ha revivido la vieja tesis del sociólogo y criminólogo francés Gabriel Tarde, según la cual la imitación es el motor principal de la vida social y de las interacciones entre los individuos en ella; sólo que Tarde nunca previó el sentido trágico que Girard advertiría en el proceso imitativo.  Durkheim lo había tratado como un “extravertido” superficial.  Grave error.  En efecto, todo está muy bien mientras se imita un modelo lejano y superior, inalcanzable, pero a medida que el modelo se rebaja y se acerca al nivel en que se encuentra el sujeto imitante, entonces la imitación se dobla de envidia.  Por ejemplo, antes de la Revolución nos dice Girard, todos los franceses imitaban al Rey, que era un modelo inalcanzable, pero, por un avatar de la historia lo decapitaron, y entonces no les quedó más remedio que imitarse unos a otros, en particular los más pobres a los más ricos y consiguientemente envidiarse, porque la riqueza no es una barrera social infranqueable.  Esto es justamente el meollo del “Rojo y Negro” de Stendhal, y si nos fijamos bien, posiblemente ocurre lo mismo con toda la “Comedia Humana” de Balzac y la obra no menos inmortal de Zolá.
La envidia es pues el pecado social por excelencia, pecado que debe ser purgado de tiempo en tiempo, sea por un rey caído como Luis XVI, sea por un chivo expiatorio como entre los antiguos judíos.  Tal es la razón de ser del rito sacrificial colectivo mediante el cual la sociedad  se  libera  de  sus  culpas.  El notable dramaturgo francés Jean Cocteau es autor de un drama o tragedia profundamente girardiano avant la letre como se dice en gabacho, porque la obra de Girard le es posterior: “Backus” es un rey de carnaval sacrificado como víctima propiciatoria por el pecado colectivo.  Se me antoja que esta pieza, que Girard debió conocer en su atareada   juventud como la vi yo en Paris y la he vuelto a ver años después con efecto deslumbrante, sembró la idea en su mente.  Según Girard, hay tres ejemplos arquetípicos de la víctima propiciatoria: la antigüedad clásica el rey Edipo; en el mundo bíblico el sabio y justo Job; y por último, el más importante de todos, Jesucristo, cuyo sacrificio divino permitió sublimar y hacer desde él incruenta la urgencia sacrificial arraigada en lo más hondo de la naturaleza humana.  Sería interesante saber que diría Girard si conociera la leyenda de nuestro Inca Yawar Dacha, el infante hijo del Sol que lloró sangre, imagen notable o premonición pre-hispánica de la figura de Cristo en nuestra historia peruana.  Mi abuelo Don Mariano de Belaunde y la Torre, a quien no conocí, fue sin duda alguna una victima girardiana del civilismo antipierolista.
 Y bien, ¿qué tiene esto que ver con el Perú?  No hablemos ni hagamos conjeturas del Perú pre-hispánico cuya interpretación psicológica me queda un poco alejada en lo que a este mito se refiere, salvo la evidencia que acabo de mencionar, pero en el Perú virreinal la cosa era clara:  el modelo imitado era el Virrey, noble español cuyo nivel resultaba inalcanzable para cualquier peruano de entonces.  Por lo demás las diferencias sociales eran en esa época estamentales y no se reducían a mayor o menor disponibilidad de numerario; antes bien, se pretendía, con razón o sin ella, que el noble, hispano o indígena que tenía una posición encumbrada, segundón de buena estirpe, encarnaba un arquetipo ético superior.  Esto vale inclusive, y aún por excelencia para el rebelde José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II.  Por cierto, tal orden de ideas podrá parecer una necedad en la pluma de un escribidor de nuestro demótico siglo como yo, pero necios son los que se niegan a entender y mientras no se entienda el pasado tampoco se podrá descifrar el presente (por lo demás y en el incario hubo diferencias estamentales, en lo que parecía ser una organización dual a la manera china o egipcia, que distinguía sinchis y orejones entre los cuales quizá la diferencia era meramente de edad).
Claro que no se me escapa que el Perú no nació sólo bajo los signos de la espada y la cruz; también nació bajo el signo del oro como lo demuestra la palabra y el gesto de Pizarro en la Isla del Gallo, cuando marcando una línea en  el suelo de Este a Oeste y cruzándola hacia el sur dijo: “Por aquí se va al Perú a ser ricos”.  Y su dicho fue confirmado por el rescate de Atahualpa y muchas cosas más. Es sabido que en la época virreinal muchos comerciantes de buena estirpe favorecidos por el mercantilismo de entonces compraron sus títulos nobiliarios.  Estas comprobaciones modulan fuertemente lo que de otra manera podrían parecer prejuicios aristocratizantes de nuestra parte.  Los modulan, pero no las destituyen del todo.  En el Virreinato hubo, ya lo dijimos, un régimen estamentario que creo yo predominó sobre los valores crematísticos, y ello dio lugar a un cierto sentido de hidalguía y señorío que no se han desdibujado del todo después, aunque en la República tendieran a borrarse.  Puedo citar en mi apoyo el bello libro de Luis Loayza “El Sol de Lima”.
La cosa es tanto más compleja en cuanto que en esta época, sobre todo a partir de la gran transformación financiera y social que fue el descubrimiento de la riqueza del guano y la “consolidación de la deuda” que ese recurso hizo posible, a principios de la década del 850, desaparece propiamente la aristocracia local y cede el paso a una plutocracia en que el valor dominante es el dinero, gran objeto de envidia y del viejo lustre sólo quedó, merced a alianzas matrimoniales, un residuo o rezago decorativo.  Abolido en la práctica el modelo nobiliario superior inalcanzable, la distancia al estándar imitado era sólo cuestión de numerario, o sea no es ya una distancia insalvable y por lo tanto ella invita a una tensión social de frustración, rencor y envidia, no digo tanto en las clases populares, sino justamente en las clases medias y ascendentes, aquellos que “a medrar empiezan” y “afanan y pretenden”, en el decir de Calderón de la Barca, lo cual somos la mayoría de todos los peruanos, salvo unos cuantos cuyo nivel superior de conspicua solvencia crematística hace que por su sola presente nos “agravien y ofenden”, o al menos así los percibe la población normal impecuniosa.
Don Jorge Basadre llamó república aristocrática al gobierno del Perú durante las dos primeras décadas del siglo XX, y su ejemplo fue seguido por Flores Galindo y Pedro Planas.  A mi entender esto es un lamentable error.  De Aristocrática esa república solo tenía los oropeles si bien fuertemente venidos a menos a consecuencia de la guerra.  Yo no pretendo condenar, como han hecho otros, la oligarquía que rigió al Perú entonces pero eso de ninguna manera ha de impedir el reconocimientos que ese régimen fue marcadamente plutocrático, dominado por los llamados Barones del azúcar, y mal puede calificarse de señorial el séquito que tenían sobre todo en la sierra, entre los pseudo feudales gamonalistas que son una página oscura en nuestra historia.  Sospechamos que el provinciano Basadre  se dejó deslumbrar más de lo debido y que por otro lado en su “Historia de la República del Perú” percibió una degradación progresiva de los valores sociales en la época inmediatamente posterior, lo que le hizo añorar el comienzo del siglo y por eso lo llamó aristocrático, con todo respeto por el ilustre historiador consideramos oportuno marcar en este punto nuestro sincero desacuerdo.
En otras palabras, el drama de la pérdida del alma en el Perú, y posiblemente en todas partes en la edad contemporánea, es el terrible mal que resulta de la  hegemonía anímica de lo que mi padre llamaba el dios Mamón, el dios de los filisteos ¿o fueron los fenicios? Que exigía sacrificios humanos, como antes, pero le seguimos rindiendo culto y eso trastrueca toda nuestra vida espiritual.  En la escala imitativa el nivel más bajo era en el Virreinato el esclavo negro siempre dotado de alma inmortal, pero en la República, por efecto paradojal de su liberalismo, el suelo social vino a serlo muy pronto el indio, desposeído y desconocido en su idiosincrasia y sus derechos comunitarios, que el virreinato había respetado.  No es pues de extrañar que el proceso imitativo señalado por Girard redundara en lo que hemos llamado la “represión de la sombra” cobriza, su “refulamiento”, fenómeno propiamente republicana que no tardaría demasiado en suscitar la protesta y finalmente la franca rebeldía actual.  La rebeldía de la sombra está pues intrínsecamente unida a la pérdida girardiana del alma, dolida, porque olvidada, hollada y roída en su nativa nobleza la de la una y la otra, el alma se nos ha extraviado.
11.- ¿Cómo recuperarla?  ¿Es de esperar un renacimiento religioso que nos reconcilie con los valores superiores del espíritu?  No lo sabemos a ciencia cierta.  Algunos síntomas muy fuertes hay de nuestra inquietud y nuestra insatisfacción espiritual que se manifiesta en el florecimiento de las sectas protestantes o en la tendencia al ocultismo y al esoterismo y también en alguna medida en la revitalización de nuestra vieja Iglesia Católica, acicateada quizá por la pérdida, oportuna temo yo, de su antes confiado monopolio en la cuidanza de las almas.  Hay  en  efecto,  indicios  de  que  el  cristianismo  no  sólo sobrevive en el Perú actual, sino revive con fuerza por obra de las angustias, sino revive con fuerza por obra de las angustias de la hora presente.  Ello conforta nuestra esperanza en tanto que signo premonitor del favor de la Providencia.  Por eso nos parece crucial para el Perú la nueva evangelización que la Conferencia de las Iglesias en Santo Domingo hace poco ha acordado para toda la América Latina.  Es por ahí por donde debe darse el reencuentro del alma y la cura de la psicología perturbada que hemos advertido en la inconclusa historia de Manco.  Quizá al fin y al cabo, como ya lo dijimos, el mal de nuestro país sea una aplicación macro antropológica de lo que el profesor Casimiro Dabrowsky llamó “psico-neurosis”, o sea algo que no es ni psicosis ni neurosis, sino un mal de crecimiento y desarrollo de ciertas personalidades de maduración lenta y capacidad superior que él calificaba de “desintegración positiva”.  ¿Será eso el verdadero diagnóstico de la crisis peruana?  De ser así, se confirmaría la tesis de Fraenkel, prevista de un modo oscuro, creemos, por Jung, aunque el propio Fraenkel no se le reconoció que la verdadera cura es el reencuentro con el sentido superior, espiritual de la vida, la existencia y el mundo.
Queremos creerlo firmemente y ayudar a su efectuación, pero, en realidad, con este tema llegamos al límite de nuestras posibilidades.  La religión, en tanto que necesidad humana, es lo que en otro ensayo, siguiendo a Jaspers, hemos llamado la “trascendencia”, y por esto está más allá del dominio de lo objetivamente manejable, cuantificable y manipulable.  Ante este umbral debemos detenernos.  Además, se corre el riesgo de hacer de la religión ya no la relación del hombre al absoluto, al Ser trascendente que está más allá, y convertirla en un bien social, inmanente, como querían Comte y Durkheim, y también Feuerbach, un objeto de culto cuya trascendencia sería proyectiva, ilusoria y sólo interesa no por sí mismo, sino por su capacidad de asegurar la cohesión y la estabilidad de la vida social.  Claro que con esto de la religión “desalineada”, esa aspiración al auto culto cohesionante de la sociedad se derrota a sí mismo; la desacralización de lo sagrado y “numinoso” lo anula como creemos lo entendió bien Bergson en su célebre “Dos fuentes de la moral”, y por lo tanto no podemos indulgir en ello.  Así detengámonos bajo el dintel del misterio y no tratemos de descifrarlo racionalmente, eso es imposible y conduce al fracaso.  Sólo queda contemplarlo, elevarse a él, como dijo Bossuet en el título de una de sus más bellas obras: Les elevations sur le Mistére  (lectura paterna), y dejarse persuadir por su secreto inefable.

EL CORRECTO VALOR DE LO ECONÓMICO
12.- Quizá a esta altura convenga advertir al lector contra una mala interpretación o desinteligencia de lo que llevamos diciendo.  No se crea, en efecto, que desprecio los valores de lo utilitario y lo económico como si abundado en ellos no supiera sopesarlos en su justa dimensión.  Tal no es ni mucho menos mi caso ni mi intención.  La primacía que doy al orden espiritual no me hace olvidar la significación superior que para el hombre normal ha de tener el esfuerzo de ganarse la vida.  A este respecto viene a pelo una cita de San Francisco de Sales que tomo del breviario de los sacerdotes.  Es un pasaje de su “Introducción a la Vida Devota”, San Francisco se hace la siguiente pregunta:
“Contéstame, Filotea, si sería lo más adecuado que los obispos se dedicasen a la soledad como los cartujos; o si los casados estuvieran tan poco preocupados con acrecentar sus bienes como los capuchinos; si un operario estuviese todo el día en la Iglesia como los religiosos y si un religioso----?”
Es pues sana doctrina católica que los casados, es decir los laicos ya que tal es el estado normal de su vida, deben preocuparse de acrecentar sus bienes, o sea procurar el bien de su familia dándole no sólo alimento, habitación, salud, educación, esparcimiento, etc. Sino también un deseable techo económico cuya dimensión y altura no tiene un límite fijable de antemano. O sea, la visión cristiana de la vida incluye la bendición y, por qué no decirlo, hasta la santificación del sentido de responsabilidad e iniciativa personal, y éste es el verdadero motor de la vida económica.  Por lo demás, a los afiebrados curas entusiastas de la Teología de la Liberación parece habérseles olvidado que el evangelio está lleno de parábolas económicas que hacen del común sentir humano en esta materia metáforas indicativas el camino hacia el reino de los cielos.  Pienso sobre todo en la maravillosa parábola de “Los talentos”, que prefigura la mentalidad capitalista, pero hay mucho más.  La opción por los pobres, evidente sobre todo en el Evangelio de San Lucas, no puede hacernos olvidar esto.
Tampoco puede hacer que la comunidad supla con completa eficacia la ausencia del padre, tan frecuente entre nosotros, “irresponsabilidad” culpable que es una lacra de nuestra sociedad, pues constituye sin duda la principal causa de la pobreza crítica en nuestro medio.  Muchos la atribuyen a usurpación e injusticia de las clases poseedores y en realidad obedece a otros factores psico-ético-sociales cuya raíz habría que desentrañar.  Se habla de la paternidad irresponsable como un rasgo de la “cultura de la pobreza”, frecuente también en otras latitudes,  pero  creemos  que  eso  no  debe  entenderse en descargo de la universalidad de la ley moral.  Sin duda estamos aquí ante en lo que en ciencias sociales se llama la “causación circular”, tan frecuente a partir de Myrdal en la teoría del desarrollo económico, causación que puede ser el designio vicioso o virtuoso, según el caso; el problema el cómo romper el maleficio y cambiar el signo del uno a otro sentido.  Dudamos que eso pueda hacerse por medios puramente económicos, mucho menos por la instauración de un régimen de beneficencia o Estado providente que encima de la responsabilidad personal y habitúe a olvidarla.  En el mundo moderno la verdadera opción por los pobres no consiste en deprecar el capital y minar la libre empresa como se hizo ad nauseam  hasta no hace mucho en el Perú, sino en promover la apertura de nuevas oportunidades de trabajo, cosa que sólo puede hacerse en un clima político y social favorable a la inversión económica y a una gestión empresarial libre y abiertamente competitiva.
Nada de lo dicho por mí contradice este criterio y si condeno el culto a Mamón no es por ignorancia ni por estúpida inconsecuencia, sino con plena conciencia del valor, inclusive espiritual, de lo económico.  Mamón es usurpador no cuando se mantiene en el lugar que le es propio, en el cual, siguiendo la tradición romana, deberíamos llamarlo el dios Quirinos, que rige la función productiva, sino cuando pretende apoderarse del  lugar más alto de la jerarquía, encaramándose en él; cosa que paradójicamente ocurre tanto en el materialismo marxista, cuando interpreta reductivamente la historia abajando lo que llaman la “superestructura espiritual” a su determinación por los “factores reales” de las formas de producción; como en la ideología utilitaria neo-liberal, cuando afirma el primado, no menos materialista, del homo economicus. Es inaceptable que dicha noción, concebida originalmente como la hipótesis teorética que sirvió  de  base  al  concepto analítico de utilidad marginal, se convierta en el postulado dominante de un pseudo ética utilitarista, contraria por lo demás a la enseñanza y aspiración profunda de Bentham y Stuart Mill, que conciliaban el individualismo con un sentido comunitario – “La mayor utilidad para todos”.  Los extremos se tocan y la verdad siempre ocupa una posición central.  La auténtica jerarquía de valores es como una pirámide cuya base es material y la cúspide es el espíritu.  Esto vale tanto para el individuo (microcosmos), la sociedad (mesocosmos), y el universo en su totalidad (macrocosmos).  En proyección vertical, cenital, la cúspide, o mejor su ápice, recae en el centro de la base.
Por lo demás, yo creo que la ética utilitarista oficializada entre los anglosajones proviene de su afición al eufemismo understatement, como dicen ellos; también los franceses tienen el horror de las “grandes palabras” - es grands mots – pero la historia abunda en casos en que esos pueblos no incurrieron en forma alguna en el cálculo de utilidades predicado por Bentham, sino que actuaron de frente por el sentido del deber.  Quizá los ejemplos más notables ocurrieron durante la segunda guerra mundial, verbigracia cuando Rudolf Hess aterrizó en Inglaterra a proponer la paz y ni siquiera fue escuchado.
Habría mucho que decir sobre la validez universal de las tres funciones directivas sociales descritas por Dumézil – la espiritual, religioso jurídica; la del comando y la defensa, en su origen eminentemente aristocrática; y la economía ligada en un principio a la fecundidad de los ganados y la tierra- y su jerarquía.  En la sociedad actual ya no cabe la antigua diferenciación estamentaria de esas tres funciones, al menos como fue en el viejo mundo indo-europeo y también en el medieval, pero no por eso pueden ellas dejar de ser cumplidas en el seno de toda sociedad, y al serlo debe seguir rigiendo su jerarquía intrínseca que corresponde a una escala universal de valores ínsita en la naturaleza humana.  Esto que vale para todos,  o al menos así lo creo, debe valer también para el Perú y de hecho ha valido históricamente, como un estudio de nuestro milenario pasado lo demostraría.
Es en la fase reciente del Perú republicano donde la jerarquía de valores se nos ha embrollado, como lo creemos haber demostrado a propósito del extravío del alma.  Los antiguos valores espirituales fueron más o menos confesamente desplazados por valores crematísticos y la élite peruana se convirtió en una plutocracia, y aun en una oligarquía, como se solía decir hasta no hace mucho, para la que lo realmente válido era el dinero contante y sonante.  Claro que siempre hubo gente con una aspiración espiritual superior y quizá la mayoría es lo normal en todas partes que baile en la cuerda floja de la medianía o la mediocridad del ánimo.  Pero la degradación de los valores en conjunto toleraba una excesiva proporción, entre nuestra gente pudiente, del culto a Mamón que revolvía las entrañas a mi padre y cuya condenación está en la frase evangélica que no sé si vierto fielmente: “Aunque se acreciente tu riqueza, no le entregues tu corazón”, porque “no se puede servir a dos señores”.  Quirinos sí, en su justo lugar, pero fuera Mamón!, el falso dios fenicio.  Lo rechazo con toda la fuerza de mi alma y ruego a Dios que me permita seguir haciéndolo así el resto de mis días.
Sin embargo –“siempre hay un sin embargo”-, y aquí un signo de esperanza; me ha sido dado recientemente tener contacto con hombres de empresa peruanos del nuevo cuño, quienes parecen comprender que junto al propósito de provecho personal deben orientar su acción a un fin productivo en aras al bien común.  Ya no se trata de repartirse una torta pequeña sino de producir algo nuevo para todos, poniendo en valor las     inmensas   posibilidades   que   una   nueva   visión ambientalista, ecológica, advierte en los recursos del país, mediante el uso de tecnologías al día, si posible “de punta” y aceptando el esfuerzo y el riesgo de la competencia como condición para lograr el rendimiento óptimo, la excelencia, como se suele decir.  Abrigo la esperanza que en ello se manifieste la superación de nuestro antiguo “mercantilismo”; que por esta vía alcancemos metas realizables de prosperidad y justicia social y el espíritu de eficacia competitiva no destierre un propósito de solidaridad nacional y social, que la Iglesia proclama como opción por los pobres.  La opción el tal sentido está en todo caso abierta.  También queda por comprender e “implementar” (este anglicismo es de buena cepa latina) la cabal responsabilidad a la vez contralora y promotora que corresponde al Estado en la conducción de la economía nacional.

Es comprensible la reacción que ahora se opera contra los excesos del estatismo delirante bajo el gobierno militar y ha sido necesaria una austera ascesis para liberarnos de él; pero no al punto de caer en el extremo opuesto que conduzca a un liberalismo salvaje, que antes se llamaba manchesteriano.  Como postulaba Aristóteles, la verdad está siempre en el justo medio, a lo que cabe agregar que los extremos se tocan.  Nos queda mucha tela por cortar para una renovada comprensión del rol contralor y promocional del Estado en la economía y nuestros errores pasados no deben cegarnos a la experiencia acumulada por los otros Estados y pueblos que manejan con menos sobresaltos y vaivenes sus problemas económicos.  En fin, no es este el momento de extendernos más acerca del verdadero rol de una indispensable planificación indicativa de las metas del Estado; una verdadera comprensión de la economía agraria como forma de vida sujeta a condicionantes muy específicos; de la marginalidad e informalidad como rasgos    congénitos    de   nuestro   sistema,   así   como   la necesidad de una auténtica banca de desarrollo.  Creo que apenas estamos empezando a pensar de manera seria y realista estos problemas sin parti pris pseudo ideológicos y con la verdadera comprensión que por debajo y por encima de la realidad societaria del mercado, está la comunidad nacional, en el sentido de Tönnies eso que éste llamó stamschaft, o sea la comunidad extensa mucho más allá de la familia patriarcal.  Lástima que entre nosotros la buena sociología haya sido barrida junto con la mala y ahora yace en la espuerta de la basura; pero hay que rescatarla en aras a la verdad del bien.

LA DEFICIENCIA DE NUESTRO
COMPLEJO DE EDIPO
13.-   A esta altura me viene en mente una reflexión que se relaciona con lo que he dicho precedentemente, pero difiere algo de aquello añadiendo una nota que quizá sea esencial.  Me he referido al hispanismo como un acendramiento del imago paterno en que consiste el complejo de Edipo, en este caso, un complejo de Edipo colectivo o más bien probabilística.  De otro lado, me he referido líneas arriba a la frecuencia de la ausencia del padre debido al fenómeno bastante generalizado entre nosotros de la paternidad irresponsable.
Y bien, dentro de esta visión freudiana del hispanismo, hay un punto que me preocupa mucho desde hace tiempo pero al que no he dado libre curso en el presente escrito hasta ahora y el lo siguiente.  Yo creo que en alguna medida, y posiblemente en razón de la frecuencia estadística de la ausencia del padre, aunque no sólo por eso, en el Perú en cierto modo el complejo de Edipo se invierte y se torna en nostalgia del padre.  Reconozco que en esto pueda haber algo de mi compleja relación personal con mi progenitor, a quien quise entrañablemente.   He  pensado  que  la  mejor  manera de comprobar esta sospecha sería por medios literarios, y para ello sobre todo se ofrece la figura arquetípica del Inca Garcilaso de la Vega, donde la cosa parece ser bastante clara.  Una vez le planteé a mi amigo Américo Ferrari la posibilidad de estudiar desde igual punto de vista a Vallejo, pero me temo que no captó mi idea por no estar al tanto de su motivación.  La Revista Sí, con ocasión una vez del día del padre, publicó una pequeña antología de poetas peruanos contemporáneos.  Todos los poemas ahí recogidos, en particular uno excelente de Alberto Hidalgo, a quien reconozco como el máximo representante del vanguardismo en el Perú; (ese honor no le toca propiamente a Vallejo, ya que el mérito de Vallejo sobrepasa con mucho tal nivel) digo, todos esos poemas me parecen que dan pie a la idea de nostalgia del padre, que yo encuentro característica del homus peruvianus, aunque acaso el asunto sólo sea una fase de la humanidad universal.  Arguedas, en “Los Ríos Profundos”, es otra ilustración de la misma instancia.
Quiero con esto remarcar un rasgo psicológico del hombre peruano formulado al menos hipotética y conjeturalmente, pero tengo una hija antropóloga graduada en Londres, de nombre Luisa Elvira, que me confirma el hecho de su propia experiencia de sus trabajos de campo con la población selvática.  En su opinión, el hombre peruano pre-hispánico tenía un mayor aprecio del rol de la mujer en la sociedad, el cual ha sido roto, y lo continúa, por la agresividad machista entre nosotros.  Este machismo hace que el hijo, varón o mujer, se refugie en la madre, de lo cual resulta que tanto la inteligencia como la voluntad del hombre peruano padece frecuentemente de cierta labilidad, cual es el predominio de los factores emocionales sobre los propiamente racionales en la determinación intelectual de sus designios de acción en general y también en la vida familiar, social y política.  A eso se debe por lo demás que según ocurre moralmente en el Perú la mujer es mucho más fuerte que el hombre, ya que la ausencia del padre suele ser compensada por una poderosa abundancia del corazón, que es la forma femenina del coraje.  Basta abrir los ojos y conocer a nuestro pueblo para darse cuenta que ello es así; pero eso determina que los estándares morales masculinos de rectitud y destreza sean flojos, y de ahí que la venalidad haga tan fácil presa de nuestra población, yo diría, en todos los niveles sociales.  El complejo de Edipo, con sus tabúes morales, no es pues suficientemente poderoso entre nosotros, y ello se compensa en parte con la nostalgia del padre, pero no basta para suplir su defectuosa presencia.  Al decir lo precedente, hablo sólo de una generalidad o tendencia estadística, que se manifiesta en los hechos como una probabilidad bastante frecuente.
Si mal no recuerdo en una obra colectiva de carácter psico social sobre el Perú se ha hablado del “mamismo” en nuestro pueblo – sustantivo estéticamente desagradable pero expresivo – y yo encuentro que este rasgo es paradójicamente correlativo del machismo y no lo excluye, ni mucho menos, de una manera compensatoria, por antinómica y contradictorio que ello parezca.  Nuestro machismo es en términos adlerianos una agresividad de afirmación viril inmadura que compensa reactivamente la superioridad de la madre y la dependencia respecto de ella, como humillándola en otra mujer.  Esto dista mucho de ser la plenamente lograda responsabilidad masculina en que consiste la verdadera madurez.
Por lo demás, no sólo la ausencia del padre puede ser motivo del fenómeno descrito; aunque suele ser el principal, pueden darse en la práctica otras complicaciones psicológicas o caracterológicas que conducen a un orden de cosas similar, y no hablo de esto por experiencia personal ya que yo no tengo ausencia que reprochar al mío, Víctor Andrés, -si de alguna manera he sido sensible a estos hechos al punto de percatarme de ellos ha sido seguramente por una motivación de otra índole-; pero qué importa, lo pertinente es que alguien lo perciba y lo dijera.  Esto nada quita a mi convicción que haya en el Perú poderosas reservas morales, tanto entre mujeres como entre varones; mi experiencia profesional me lo ha enseñado así y ello es para mí motivo de regocijada esperanza.  Pero ya lo digo, en nuestra moralidad predominan los elementos lábiles de la emotividad y otros sobre los característicamente masculinos, que es la conciencia y el sentimiento riguroso del deber, los cuales, como Freud lo vio claro, son la parte esencial del varón padre en la educación de la prole.  Todo eso quizá podría completarse y complicarse con estudios sobre el rol sustitutorio en el Perú del tío materno, uxorial (pienso en mi padrino, mi tío Paco Moreyra), como solía ser en los viejos regímenes matriarcales, pero por ahora no llevemos las cosas demasiado lejos.

VOCACIÓN A UN DESTINO SUPERIOR
14.-  Quizá deberíamos concluir aquí nuestro ensayo, pero no quisiera terminar de una manera demasiado confesional esta interpretación en el fondo fideísta y teológica de la realidad peruana.  La búsqueda del alma tiene también un aspecto cívico, y por eso me propongo concluir mi ensayo, o quizá mi libro, con una meditación sobre los principales símbolos nacionales: la bandera, el escudo, el himno, a los que agrego, por razones que explicaré, la moneda y el lema que un tiempo estuvo inscrito en ella.  Tal será mi epílogo al que añadiré una corta evocación de los grandes mitos patrios: los mitos tetrádicos de la fundación como el de los Hermanos Ayar o las cuatro edades de que habló Guamán Poma, y de los de mesianismo y esperanza; por cierto el del Inkarrí que,   creo   yo,   debe   poderse  interpretar  como  anuncio resurrectivo de la integración nacional.  Pero no es menos cierta y válida la ya mencionada leyenda que debe interpretarse, creo otros sí yo girardianamente en el sentido que fue el llanto de Yawar Dacha lo que hizo posible la victoria bajo Wiracocha sobre los chancas y luego la gran expansión con Pachacútec y Túpac Yupanqui y que llegó a sus límites en el reinado de Huayna Cápac.  Bien sé que la historia, si se repite, lo hace sólo a medias, pero, creo, el llanto de Yawar Huaca se ha repetido en el de las viudas, los hijos, los padres y madres de tanta víctima inocente.  La sangre derramada criminalmente clama al cielo, y ese llanto, espero, forzará el favor divino, si  no ha conmovido ya su infinita compasión.  Sangre y llanto serán el costo de una fecunda paz futura, la paz de la victoria.  El nombre de un gran héroe germánico y universal nos da la clave de la hora presente,  Sigfrido: Sieg : victoria, Freiden: paz.  Pero Sigfrido se hermana con Segismundo, el héroe eslávico y calderoniano de “La Vida es Sueño”: Segis es siempre Sieg, victoria; y “mundo”, en eslavón mir, alude anfibiológicamente a la paz y al mundo.  Es sabido que los líderes soviéticos solían brindar, en sus abundantes libaciones, cínicamente con la expresión: Za mir, que es esa anfibología quiere decir: “por la paz”, pero también “por el mundo” que se habían propuesto dominar.  Despreciemos su nefanda y nefasta ideología, pero acojamos esa anfibiológica unión de la paz en y con el mundo: la plenitud terrenal por voluntad de Dios como lo quiere cierto símbolo esotérico que los entendidos reconocerán bien (carta  21 del Tarot).  Así, este razonamiento por arcanos alimenta nuestra esperanza, ya que no hay otro modo de alumbrar los inescrutables designios de la voluntad divina.  Pero no a otra cosa se refirió el General San Martín cuando dijo en la Plaza Mayor del Lima el 28 de julio de 1821:”Desde hoy el Perú es libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”
Aunque a medias, la historia se repite y la agoniosa, por titánica, hora actual nos hace avizorar las perspectivas de días mejores y hasta gloriosos.  Siempre ha sido un lugar común decir que “vivimos en una época de crisis”, y ese lugar común en alguna medida ha sido siempre válido, pero in crescendo, y la crisis se acentúa de generación en generación de modo que hoy es más aguda que antes.  Belaunde (Víctor Andrés) dijo alguna vez que “el Perú es tierra para gigantes habitada por enanos”. No sé que se atreviera a escribirlo, pero hay testimonio que lo dijo, lo que indica que ciertamente lo pensaba.  A decir verdad, hasta ahora el Ande, madre terrible, nos tiene vencidos, pero no sólo en el sentido físico, sino en el moral, no hemos sabido hasta ahora crecer a su altura.  El Perú está montado a horcajadas sobre la cordillera que separa las aguas que fluyen hacia uno y otro océano a muy escasa distancia de la ribera occidental. Un tiempo, el prehispánico, el hombre peruano estuvo admirablemente adaptado a ella, a otro nivel tecnológico y sin la competencia de un mundo exterior altamente desarrollado.  El Virreinato comprometió ese equilibrio, pero no lo llegó a romper pues el Perú a despecho de la “mita” fue en esa época básicamente un sistema social auto-suficiente y auto-sostenido.  Es en la República que el equilibrio con el medio geográfico se ha visto gravemente afectado empece a notables de inversión infraestructural cuya historia es dramática.  Pero creemos que el problema no es sólo económico y tecnológico, tiene también un aspecto moral, ya lo hemos dicho: una carga de pecado que nos enaniza como si no pudiéramos en nuestro ascenso andino con el corazón de piedra que llevamos dentro.  Pero quizá alguna vez, purificados por esta titánica penitencia, podamos colocar en la cumbre el monolito y mereciendo el perdón del buen Dios, que Zeus negó a Atlas, Sísifo y Prometeo, descargarnos de ese lastre moral.
Esto me hace volver al mito del Inkarrí, ese sueño mesiánico andino  con el Inca muerto que crece bajo la abrupta tierra del Ande hasta ocuparla toda y entonces ha de resucitar.  En las diferentes versiones del mito el Inca es Huayna Cápac, el último Emperador que reinó omnímodamente sobre todo el territorio pero peleando en todos los frentes para defenderlo; o Atahualpa, su heredero, después de la lucha a muerte con su hermano Huáscar, muerto él a su vez por Pizarro; o Túpac Amaru, el último vástago de la herencia directa de los Hanan Cuzco, mandando decapitar ignominiosamente por el Virrey Toledo –esta última versión tiene en su abono el hecho que, según el mito, el Inca resucitará cuando su cuerpo reencuentre su cabeza y se una a ella.  Este mito  expresa un simbolismo arquetipal que parece congénito a la naturaleza humana.  He tratado de investigar el punto sin lograr hasta ahora mayor resultado; pero que el símbolo es potencialmente universal lo muestra el hecho que en él se inspiró el comediógrafo rumano-francés Eugène Ionesco para una de las producciones más alucinantes de su teatro sobre-realista: Amédée ou Comment s’ en débarrasser.  Es la historia del cadáver sin enterrar que crece y crece ocupando toda la casa y arrincona a los familiares (diríase los ‘acula’ si leemos libremente del francés) a una situación desesperada. Tal tragicomedia pareciera ser la nuestra, la de la población blanca del Perú contra la cual el mito del Inkarrí está dirigido según algunos.  Pero, ¿lo está realmente? ¿No cabe la posibilidad de interpretarlo de otra manera?, o sea, como resurrección nacional, no sólo de la raza vencida, sino de la nación entera que es o será de todos, una vez reencontrada su unidad y armonía interna?
Así lo queremos creer y ciframos en ello la esperanza de una expansiva paz futura.  Nuestra expansión, que confiamos prometida en un futuro próximo no será adentro, por un enriquecimiento primero implosivo de la intensidad de la vida y cumplimiento del Kantiano postulado de ser libres como energía que dimana desde dentro contra toda inercia social y psicológica; pero, esa nueva vida confiamos, nos hará vivir en armonía con nuestro hermanos y vecinos; transformará en bonanza la desposesión actual o por lo menos nos ha de preparar para franquear honestamente la etapa de crecimiento económico cero a que, por obvios determinantes ecológicos, se aproxima la humanidad y esperar con confianza el milenio.  En efecto, es de temer que el crecimiento cero, cuando llegue si es que no hemos superado ya el temido punto de inflexión, este acompañado de catastróficas perturbaciones sociales que redunden en el plano internacional (etimológicamente toda revolución es una catástrofe).  Es posible que el hombre disponga ya de los medios tecnológicos que le permitirían resolver sus problemas ambientales terráqueos, pero lo evidentes que no tiene la indispensable voluntad política unánime de asumir los costos consiguientes y por eso la hora cero lo ha de encontrar, según tenemos, impreparado –aunque no inadvertido- y necio, intentará aturdidamente al fin lo que no hizo a tiempo.  El milenio será entonces la ansiada salvación, pero esto es ya teología de la historia.  Si lo menciono es porque creo debemos prepararnos para ello, o que Dios mismo nos está preparando regalándonos a nosotros, los peruanos, las promesa de un próximo futuro de paz.  Juárez dijo: “La paz es el respeto del derecho ajeno”, pero también es el suceso en la afirmación del propio.  Por encima de todo esto, es la aceptación de la voluntad infinitamente amante del ser trascendente y providente en el cual creemos.
Resulta imposible desligar la comprensión de nuestra hora actual, de una visión escatológica, pero dicha visión Dios sólo la ha dado a unos cuantos escogidos por El.   Los   más   solamente   podemos   pedirla  y  esperarla encarecidamente, esperarla en el doble sentido de la espera y la esperanza, virtud cristiana sobremanera relevante en la agoniosa hora actual. He dicho.

                               Lima, terminado infraoctava
(De la Inmaculada Concepción, Devoción paterna 1994 con algunos retoques, 2006)



 EPÍGONO
CANTO AL MILENIO

Resaca de una charla vesperal
         con Manuel Migone Peña

El fuego sagrado de los Incas
rompe con vigor las viejas reglas
y bulle su abejar en las escuelas
cual Céfiro silba tras las ninfas

Nunca fue mayor la luz propicia
Que ahora en el marasmo nos consuela,
Oh fuego! Oh almas peregrinas
que vuelan ahítas de presagios,
manos limpias,

y firmes corazones encendidos
rabiosos ya de amor ya de despecho
sangrando por los cuernos ateridos,
pero sí, a tu voluntad se van desechos.

Tras la noche de absurdos aburridos
de gracia dereletos
se abre el alba del gran día, cuando el Cielo
se hizo tierra por los siglos de los siglos.

Pues el Inca redivivo en carne sangre y hueso:
¡es el mismo Cristo!
                               Lima, 16 de enero de 1996


ANEXOS

1.
CARTA A WAGNER DE REYNA




Esta carta fue motivada por la lectura sobre mi ensayo sobre el Perú que hizo Wagner de Reyna en la Revista “Mercurio Peruano” del año 1996, n°509.

Lima, 7 de julio de 1997
Señor Embajador Alberto Wagner de Reyna
13, Rue de Marroniers
75016 Paris

Mi querido Alberto:
Mucho te agradezco tu carta del 5 de junio que he encontrado entre mis papeles hace pocos días y que leí con profundo agrado ya que el tuyo es, creo, el primer comentario escrito a mi ensayo sobre el Perú.
Qué decir, estoy básicamente de acuerdo contigo, salvo quizá un matiz y es que calificar a los elementos hispánicos, sobre todo la religión y la lengua, como los factores informantes de la síntesis viviente nacional no debe entenderse como una recusación de la espiritualidad indígena en lo que tiene de portadora de una tradición universal, vertida por cierto en ciertas formas locales.  Voy a buscarte una obra reciente de un humanista italiano que se ha pasado 20 años estudiando a los curanderos de la provincia piurana de Ayabaca y ha llegado a la conclusión que ese mundo es en lo esencial coincidente con el mundo presocrático al que lo habría familiarizado su formación humanista a la manera del Renacimiento italiano.  Este hallazgo me parece maravilloso y él explica por qué, no obstante nuestro hispanismo, nuestros símbolos nacionales son básicamente indígenas, todo lo cual quizá sea una manifestación más de la rebeldía de la sombra.
Si puedo, quisiera alentarte a abrir tu mente a esta posibilidad eminentemente ecuménica, no sólo en el sentido del ecumenismo de las iglesias cristianas, sino lo que Aldous Huxley llamó “la filosofía perennis”, que es el legado de la espiritualidad común de todo ser humano.  Esto no es caer ni en una teosofía ni en otra antroposofía vaga y barata, sino justamente lo contrario, pues es el cristianismo como revelación divina en el sentido de Barth, quien da la culminación definitiva a ese afán de religación a lo divino que es el fondo del ser del hombre.  Esto a mi modo de ver se aprecia clarísimo en el Perú.  Por insistir en ello me hago la ilusión que mi trabajo tiende a producir un nuevo paradigma de peruanidad renovando desde sus raíces el propuesto por Riva Agüero y mi padre en un legítimo Aufthebung lo que el paradigma mariateguiano o marxista pueda tener de válido, si bien en sí mismo, creo que está totalmente agotado.  En cuanto más se haga por revivirlo será peor para ellos.  Aspiro a que así lo entienda la juventud del país, que como sabes, empezó a dar signos de vida y conciencia.
Puesto en otros términos, pretendo que el hispanismo es lo que permite el acceso a una visión integral y universal del Perú en el sentido que nos sitúa en la historia.  Abusando de tu paciencia, te remito a una lectura complementaria que espero te agrade y que está encaminada a ser el primer capítulo del libro que prometo.  Ella contiene mi versión de lo que mi padre llamaba “los dos legados fundamentales”, el del Perú prehispánico y el de la Conquista-Virreinato.
Releyendo mi escrito, que espero suscite siempre tu   interés,   encuentro   algún   vacío   que   ya  encontraré oportunidad de llenar más tarde.  Uno de esos vacíos concierne al dios Pachacútec, dios solar, cuya contraposición, aparente, a Wiracocha debe entenderse en términos de la “Historias de las religiones” de Mircea Eliade, y en especial su teoría del desplazamiento progresivo del altísimo, el Dios del cielo.  También en los “Salmos” hay huellas de un dios uraniano que fue quien fijó el lote o herencia de Yavé.  Estas realidades mítico religiosas son muy misteriosas y creo que es imposible penetrarlas con sólo los instrumentos teológicos: hace falta usar los medios de análisis creados por la ciencia etnológica y que entre nosotros se suele conocer como Etnohistoria.  Pero para hacer esto de manera correcta y fecunda, hay que situar al Perú en estos trabajos y espero que ello sea una razón que te invite a prestar atención a dicho escrito.
En cuanto a la relación dialéctica Pachacútec-Wiracocha-Pachacamac, creo que es necesario usar medios comparatistas para ponerla en relación con el mito egipcio de Isis y Osiris, donde Orus ocupa el lugar de Pachacútec, y Pachacamac marca el carácter tónico inherente en el polifacético enigma del Wiracocha peruano.  El paralelismo no es completo por el maligno Set, que mata a Osiris y aun llega a violar a Orus infante, como Zeus a Ganímedes, de lo cual él se vengará más tarde después de haber escupido su semen; Set representa una figura diabólica, el Supaipa, cuyo lugar en la mitología peruana creo que aún estaba insuficientemente estudiado.  En todo caso, Set trae algo del fripón divino, como lo es Loti en la simbología germánica, mientras que en la simbología judeo-cristiana es una de las fases del diablo, concretamente Mefisto.  Te doy esto como ejemplo de cómo un razonamiento comparativista puede a mi entender enriquecer el conocimiento del Perú, aunque nuestros historiadores   son proclives   a  reaccionar    contra   esta manera de pensar, quizá por la necesidad de precaverse contra abusos cometidos antes.
Dentro del campo del hispanismo propiamente tal, me reprocho no haber insistido lo suficiente en los aspectos jurídicos del legado hispánico, en los cuales, como tú sabes, insistió tanto mi padre sobre todo respecto del rol de los cabildos, tanto en la fase inicial de la Conquista como en el período crucial de la Independencia  y la autodeterminación de los pueblos, aparte de incorporarnos a la tradición del Derecho Civil Romano.
Tengo la impresión que mi padre no llegó a conocer a fondo la célebre polémica entre don Américo Castro y don Claudio Sánchez de Albornoz, polémica en la que creo encuentra la última palabra sobre la hispanidad en cuanto tal y por lo que es de decisiva importancia para nosotros.  Sospecho que si mi padre la hubiera conocido a profundidad, se habría alineado en lo esencial al bando de don Claudio Sánchez de Albornoz.  Como tú sabes, Américo castro había exaltado la herencia semítica, tanto judía como islámica, basándose en textos literarios, sobre todo las versiones originales del “Romancero”, que estaban escritas en español pero con caracteres arábigos.  Hay además un texto místico importante que ha sido estudiado por Ramón Mujica, hijo de Manongo, todo lo cual tiene un alto interés y confirma que el pensamiento de Américo Castro no es moco de pavo, como decían las viejas limeñas.  Pero frente a eso, don Claudio Sánchez de Albornoz, aún republicano como era, insistió en el carácter congénitamente cristiano de las instituciones jurídicas que acompañan el proceso de la reconquista y que obviamente rebalsaron hacia nosotros con ese excedente de energía acumulada en las guerras medievales que fue la Conquista de América.  En este sentido, el punto de vista de mi padre sobre los cabildos está en la mejor tradición de quienes se han ocupado del Derecho hispánico en América, inclusive del Derecho de Indias, como don José María de Ots, el argentino Ricardo Levene y el mexicano Silvio Zavala.  En esta línea de pensamiento me complace enviarte el libro recientemente publicado por un joven amigo mío dentro de la más acendrada línea hispanista.  Se trata de un magnífico abogado que no llega a los 30 años y es nieto de quien fue el embajador don Leonardo Altuve; pero mi amigo Fernán  ha optado por la nacionalidad peruana y lo demás tú lo verás por ti mismo.
Un último punto quisiera señalarte.  Tú aprecias como acertada mi estimación del hispanismo como una anti antítesis hegeliana previa a la síntesis y eso alimentó mi deseo que coincidas conmigo en mi interpretación freudiana del hispanismo como un acendramiento del súper yo o imago  del padre, lo cual no es ajeno a ciertos aspectos compulsivos, sea de la moral,  se de la conciencia colectiva, tanto en Freud como en Durkheim, espíritus que por lo demás, es más de un aspecto fueron gemelos.  Este modo de razonar no es ajeno al énfasis que yo me arrepiento de no haber puesto todavía en los aspectos jurídicos ligados a la aportación hispánica y eso explica por qué el derecho y la moral, sin confundirse, se entroncan recíprocamente; después de todo, un gran jurisfilósofo español, profesor Recasens Sichez, fue quien dijo que el Derecho es el mínimo de moralidad necesario para la convivencia humana.  Por lo demás, esta es la misma razón de que como disciplina social el Derecho sea la que tiene una base experimental más sólida, mucho mayor que la sociología y aún diría que la economía política, y lo que da al Derecho esa clasificación es su dimensión deontológica, es decir siendo el hombre un ser libre, o sea que tiene la potencia de actualizarse plenamente, todo ello en el sentido aristotélico tomista, su deber ser y su ser en el fondo son lo mismo y por eso las ciencias puramente fáctico descriptivas como la sociología y la economía, o que pretender serla, no entienden a fondo al ser humano.  Tengo la sospecha que la antropología se salva por su apertura a la temática religiosa.
Y bien, dentro de ésta visión freudiana del hispanismo hay un punto que me preocupa mucho desde hace tiempo pero al que no he dado libre curso en el escrito mío que por lo visto tanto te ha agradado y es lo siguiente.  Creo que en alguna medida y posiblemente en razón de la frecuencia estadística de la ausencia del padre, aunque no solo por eso en el Perú en cierto modo el complejo de Edipo se invierte y se convierte en nostalgia del padre.  Reconozco que en esto puede haber algo de mi compleja relación personal con mi papá, a quien quise entrañablemente.  He pensado que la mejor manera de comprobar esta sospecha sería por medios literarios, y para ello sobre todo se ofrece la figura arquetípica del Inca Garcilaso de la Vega, donde la cosa parece ser bastante clara. Una vez le plantee a mi amigo Américo Ferrari la posibilidad de estudiar desde igual punto de vista a Vallejo, pero me temo que no captó mi idea por no estar al tanto de su motivación. Últimamente la revista “Si”, con motivo del día del padre, publico una pequeña antología de poetas peruanos contemporáneos. Todos los poemas ahí recogidos, en particular uno excelente de Alberto Hidalgo, a quien reconozco como el verdadero representante del vanguardismo en el Perú; ese honor no le toca propiamente a Vallejo; digo, todos esos poemas me parecen que dan pie a la idea de nostalgia del padre, que encuentro característica del homo peruvianus, aunque acaso todo sea una fase de la humanidad universal.
En fin, con esto ya es bastante y debo excusarme, mi querido Alberto, de esta prolongada misiva que espero contribuya a entender tus meditativos atardeceres de tu gentilhommiére  del Loira.
Sin embargo, hay algo mas que quisiera decirte. Ha surgido últimamente un tema muy interesante acerca de la relación entre os jesuitas y el cronista Guamán Poma de Ayala. Los comentaristas hasta esta altura presentan la cosa como un intento jesuítico de disputarle a Guamán Poma la autoría de su crónica. Esto me parece mal planteado. Mi impresión es mas bien que los jesuitas quisieron hacer en el Perú la obra colectiva que los franciscanos hicieron con su famosa escuela de Puebla en México, y para eso se valieron de Guamán Poma, justamente escudándose detrás de la compleja personalidad de ese curaca, y de no menos compleja sintaxis castellana y pictográfica resultante de su aprendizaje con ellos y quizá con otros. Todo esto requiere mucho estudio, pero tengo la impresión que si en algún caso las extrañas ideas de Lucien Goldmann sobre el carácter colectivo de toda creación espiritual son utilizables es justamente a propósito de los franciscanos en Puebla, y creo yo también que a eso apuntan los últimos descubrimientos de la relación  entre Guamán Poma y los jesuitas, relación que lejos de ser oposición, fue de colaboración estrecha y6 aún secreta que no saliera a relucir mas tarde, a condición de interpretarla de una manera justa y realista en el mejor sentido de esta palabra.
En fin, he dejado en esta carta, por así decir, libre curso a los temas peruanistas que me vienen ocupando y que no han encontrado expresión suficiente en el escrito que me comentas ni en el que ahora te envío. De paso te remito también la fotocopia de la página 65-66 que por lo visto te ha faltado del “Mercurio Peruano” que te entregué. No está de mas, ni mucho menos, que lo tengas completo, pero como bien has notado, esa pagina no agrega nada irremplazable al decurso de mi pensamiento.
Con mis excusas por abusar de tu paciencia, cosa que   es   preferible   hacer   por  escrito  y  no  verbalmente porque en el escrito siempre tiene la posibilidad de ponerlo de lado sin ofender a nadie, recibe un fuerte abrazo de tu colega mas joven que siempre te consideró el filosofo peruano mejor formado. Debo decir que si alguna vez te defraude al no atreverme a comentar un trabajo tuyo sobre la verdad en Aristóteles, ello se debió a que tu trabajo estaba trabado de citas en griego, y yo nunca me hice el ánimo de renunciar a entenderlas, pero tampoco nunca lo logré. Esa disparidad de medios y deseos me hizo queda mal ante ti, pero confío que con la explicación que ahora te doy estés dispuesto a perdonarme.
Con recuerdos para Victoria y mi insistente pedido de oraciones por el sufrimiento de mi mujer Ivonne, recibe un fuerte abrazo de tu colega mas joven, y si tu lo permites, tu discípulo.

Antonio Belaunde Moreyra