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martes, 29 de enero de 2013

DADO DODECAEDRICO

                       EL DADO DODECAÉDRICO
Antonio Belaunde Moreyra
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
 

Divertimento hacia un pitagorismo redivivo,
Para la mejor inteligencia –conjetural-
De los presocráticos.

A la lúcida sombra del maestro Borges,
Que Dios guarde.


Doncellas, doncellas solares,
abandonados de la noche los palacios,
con sus manos los velos a sus rostros hurtando
mostrábanme el camino hacia la luz.
………
De la verdad, tan bellamente circular,
la inconmovible entraña.
Parménides
Se miente más de la cuenta
por falta de imaginación.
También la verdad se inventa.
Antonio Machado
La virtud de los números se muestra
tectónicamente, por su juego y despliegue
en el espacio.
Benito Cóndor
(¿o fue acaso Pitágoras? Se non é vero…
quisiéramos creer que es ben trovato).

EL DADO COMÚN
El dado es un objeto banal cuyo éxito en la vida se debe a que reúne dos cualidades aparentemente opuestas: primera, que es suficientemente sencillo para entenderlo de un vistazo; y segunda, permite, sin embargo, un juego prácticamente infinito de posibilidades con sólo combinarlo con el número de sus congéneres que haga falta.

Alguien dirá: ¡cómo fuera así el ser humano!; pero ¿qué es realmente un dado?

Es un cubo exaedro, o sea un poliedro irregular de 6 caras, por fuerza cuadradas, en cada una de las cuales se ha inscrito un número natural, del 1 al 6, el 6 opuesto al 1, el 5 al 2, y por ende el 4 al 3. Estas oposiciones son antes bien hermanamientos –los franceses dicen “jumelage”, ¿habría que decir “mellización”?- pues en el caso resultan más selectivas que las relaciones de vecindad inmediata (cada número tiene cuatro vecinos colindantes y sólo un opuesto).

Por cierto, podría haberse escogido otra disposición de los números. La elegida tiene por mejoría  o  ventaja  que obedece a una ley o criterio sistemático, a saber: la suma de los opuestos igual 7. Otra posibilidad no menos sistemática sería: la resta de los opuestos igual 3, vale decir 4 opuesto a 1., etc., pero la resta tiene siempre una connotación negativa, es decir de mal augurio o agüero, inaceptable para un dado. En todo caso, la constancia en ambos sistemas de la oposición o mellizaje entre el 2 y el 5 deja que pensar; no sea que aparte de su trivial utilidad para lo inútil y su inocente insidia, el dado revela otro plano de complejidades ocultas, como una no por minúscula desdeñable caja de sorpresas, o mejor, medida universal, que dicen los ocultistas.

En tal sentido, acabo de observar en una visita al templo sur limeño de Pachacamac que el museo de sitio guarde un dado de piedra, levemente trapezoidal, en donde el 1 está opuesto al 2, o sea la unidad a la diada, el 3 al 4, cosa que también tiene virtuales significaciones; y por último la oposición básica es entre una cara vacía y otra plena de dibujos geométricos, lo que sugeriría una oposición entre el cero y el pleno, al que numéricamente corresponde el 5. ¿Pero tuvieron realmente los antiguos peruanos conciencia del cero?, cuya aparición como valor numérico es un fenómeno cultural tardío. Dejemos esta pregunta allí. Cabe en todo caso anotar que si se introduce el cero se podría adoptar por reglar: la suma de opuestos igual a 5, que difiere del dado de Pachacamac en que el 2 quedaría opuesto al 3 (lo par y lo impar, según los pitagóricos), y el 4 al 1, cosa también interesante, como veremos. Por último, cabe la posibilidad de prescribir la regla: la diferencia de opuestos igual 1, de la que hay dos variantes según que se adopte la enumeración 1 al 6 ó 0 al 5.

Pero ¿cuál sea la significación de todo esto según la tiene –o la tuvo- potencialmente para quienes razonaban acerca de los números sobre la base de su poder metafórico, la virtualidad de analogías que ellos evocan? Estamos tan acostumbrados a considerar los números exclusivamente en su aspecto cuantitativo, que se nos hace muy difícil poder penetrar el mundo de las significaciones cualitativas que ellos tuvieron cuando fueron inicialmente descubiertos. Sin embargo, hacer ese esfuerzo de imaginación resulta indispensable para comprender el universo mental de quienes hicieron ese descubrimiento de vital importancia. Si la lógica dialéctica habla del salto de la cantidad a la calidad, históricamente fue el hecho inverso lo realmente interesante: el surgimiento del universo cuantitativo a partir de uno que sólo se daba en la forma primigenia cualitativamente. Hay quien dice que en illo tempore sólo había tres numerales: 1, 2 y “trés” en francés, que parece trop, es decir demasiados. La cuenta es un columbramiento o aventura intelectual posterior, aunque se pierde en la penumbra de los tiempos. Maritain la llamó el segundo grado de la abstracción, o del saber. No es de extrañar que ese adumbramiento diera lugar a un esoterismo hermético de los arcanos que estaban descubriendo, porque sobrepoblaban su mente (en el sentido del inglés “to crowd”), solicitando cogitaciones inesperadas. Lástima, carecemos de los conocimientos iniciáticos necesarios para penetrar ese mundo y de la imaginación para adivinarlos. Sólo sabemos, volviendo al dado, el hecho conocido que antes de servir para el juego de envite, o sea que éste fuera desacralizado, él servía para interrogar la voluntad de los dioses. En su forma original fue el hueso astrágalo, sobre todo del ganado menor, carneros y cabras; sólo más tarde adquirió la forma geométrica abstracta, el cubo, como hoy lo conocemos. Por aquí quizá podamos guiar algunas reflexiones.

EL CUBO
El cubo es la expansión tridimensional del cuadrado, por donde puede colegirse que el dado se relaciona con el legendario problema de la cuadratura del círculo, que tanto preocupó en el pasado a geómetras y visionarios y cuya interpretación en este siglo fue motivo de profusas digresiones para el sabio de venerable memoria Carlo Gustav Jung. No es cosa de explicar aquí cómo invocando a Newton y a Cantor y quizá a otros, la verosímil explicación del simbolismo de la cuadratura dada por Jung se mantiene válida, no obstante que el problema geométrico en sí se ha mostrado matemáticamente insoluble, esto es, con el solo instrumental arcaico de regla y compás a que estaba referido. Baste decir que para Jung la cuadratura del círculo evoca, en un primer sentido, el paso de lo indiferenciado a lo diferenciado, de lo primigenio a lo construido, de la materia prima a la obra. En efecto, el cuadrado, o al menos el rectángulo de que es paradigma –ya que es al mismo tiempo un rombo y también, en el límite, un trapecio-, representa la estructura geométrica básica de todo empeño arquitectónico, de todo aprovechamiento constructivo del espacio con escuadra y plomada certeras. Por extensión, que viene a ser mezcla de metonimia y metáfora, el cubo asume el carácter de arcano universal de toda construcción levantada, todo recinto habitable, y de todo claustro cerrado. En suma, es la forma primigenia o arquetipo de casa. Más he aquí que nuestro  cubo  de  marras,  el  dado,  rongeant a se native snoblesse” diría Mallarmé, traicioneramente se convierte en la rueda de la fortuna, -¡terrible regresión de la cuadratura!- y hasta, ¿por qué no? En la “maison Dieu”, la torre, o casa, herida por el rayo divino.

Por lo demás, la expresión común de la rueda de la fortuna es el juego de la ruleta, que parecería contener las posibilidades sumatorias del dado arrojado 6 veces, o sea el cubo al cuadrado, pero tiene la complicación del cero que rompe en este caso toda simetría, dando a la sumatoria un número primo de posibilidades de la suerte, 37. Queda en claro de todas maneras la oposición de lo cuadrático y lo redondo en el sentido que enfatizó Jung al tratar de esclarecer en el simbolismo de la cuadratura. Dos maneras distintas de abarcar la totalidad real: el círculo englobante y unitario, y la cruz en que coinciden las diferentes partes del cosmos, sin perjuicio de marcar dicotomías (obsérvese la carta 21 del Tarot).

Tal es en todo caso la asociación de ideas que teníamos en mente. Ocurre que el dado no ha perdido del todo su estabilidad cúbica y en buenas cuentas eso es lo que le permite prestar sus equívocos servicios. Le basta, royendo las aristas y los vértices (“rongeant…”) lograr la combinación óptica de estabilidad e inestabilidad tendiente a una posición final de equilibrio. Para tal fin ningún otro poliedro presenta las facilidades del cubo, aparte que el perfil cuadrado de sus caras facilita también su lectura. Hagamos algunas comparaciones.

Por cierto, el tetraedro o pirámide de base triangular es inutilizable como dado. En él no hay caras opuestas, pues siendo piramidal, lo opuesto a la base es un vértice, estructura que dicho sea de paso representa la forma perfecta del equilibrio estable, el trípode. Otra cosa sucede con los demás miembros de la familia, que no son muchos: el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro. Ellos tienen, para cada cara, una paralela, lo cual, supuesta una suficiente horizontalidad de la mesa o suelo en que se arroja la suerte, permite en principio su determinación inequívoca. Queda la lectura, menos fácil dada la forma –triangular en el primero y el último, y pentagonal en el restante-, de las caras de esos poliedros. Sin embargo, creemos haber visto alguna vez un dado dodecaédrico, como evoca el título de este ensayo, y aun uno octaédrico. Es más difícil que el icosaedro se preste a esa función, pues resulta ser el menos estable.

Siempre en tal conexión surge el tema de la asignación de valores a las caras opuestas de estos novedosos dados menos simples que el cubo. La progresión de su número, con diferencias que son las primeras potencias de 2 (4, 8) es todo significativa desde el punto de vista de la lógica de la analogía. También lo es el valor de las sumatorias: 9, 13, 21 (números cuadrado, primo y producto inmediato de primos, sólo el 6 y el 15 le son menores). Pero prescindamos de esto y atengámonos a algo más sencillo y elemental, que tome en cuenta la forma geométrica de esos cuerpos más que los aspectos numerológicos en tanto que mera contraposición de cantidades. De otro lado, la numerología original, tal como debió ser en Pitágoras, seguramente no sólo concernía a la representación de los números en el plano, sino tanto más que eso, a su estructuración tectónica, espacial, en los sólidos arquetípicos que son conocidos como los cuerpos platónicos.

EL OCTAEDRO
El octaedro es un sólido que guarda estrechas relaciones con el cubo. Para quien no recuerde la figura basta señalar que está constituido por dos pirámides invertidas, pegadas por la base, cuadrangular, de ahí su apariencia o perfil romboide. Las caras, 8, son triángulos equiláteros. El octaedro es un cuerpo sumamente sugestivo, y si bien Platón lo consideró como derivado del triángulo, en realidad puede pensarse que antes bien deriva del cuadrado, por flexión de éste sobre sus diagonales. Se obtiene así las aristas y los vértices del octaedro y las caras triangulares determinadas por ellas son sólo, por así decir, material de relleno, que ocultan el cuadrado de que se parte y otros dos, verticales a él y entre sí, que son a su vez base de otras dos parejas de pirámides. En total, el octaedro es un sistema de seis pirámides cuadrangulares recíprocamente empotradas.

A quien se interese por la numerología del asunto, cabe señalar que el cubo y el octaedro tienen en común el número de aristas. En cualquier poliedro este número se obtiene del número de caras multiplicado por el número de lados de cada cara (aristas del poliedro) y dividido entre 2, ya que cada arista es común a dos caras. El cubo o exaedro tiene 6 caras de 4 lados cada una, o sea: 6 por 4 entre 2 igual 12. El octaedro tiene 8 caras de tres lados cada una, o sea 8 por 3 entre 2 igual también 12. Pero el mismo resultado podría obtenerse de otra manera.  El número de aristas es igual al número de las que confluyen en cada vértice,   multiplicado  por   el   número  de  éstos  y divididos entre 2, ya que cada arista es común a dos vértices. El exaedro o cubo tiene 8 vértices de 3 aristas cada una, o sea 8 por 3 entre 2 igual 12 aristas. El octaedro tiene 6 vértices de 4 aristas cada uno, y lo demás ya lo sabemos.

La digresión que precede puede resumirse en el siguiente cuadro:
Exaedro    6 caras  12 aristas 8 vértices
Octaedro  8 caras   12 aristas  6 vértices

Conclusión, aunque no parezca, es decir, aunque no se parezcan mucho, el cubo y el octaedro tienen los mismos componentes numéricos, inversos, lo que revela que sus estructuras geométricas guardan entre sí alguna especial correspondencia. Podría decirse que el octaedro es un cubo al revés, un reverso y complemento de éste. Ello se muestra en que resulta fácil inscribir un octaedro en un cubo y viceversa. Basta para eso escoger como vértices de un poliedro los centros de las caras del otro; por lo demás, se origina así, a partir de cualquiera de los dos poliedros en cuestión una oscilante –dialéctica?- regresión ad infinitum hacia lo crecientemente grande o hacia lo decrecientemente pequeño, afuera y adentro.
 De otro lado, al revés, contrahechos o como fuere, no es de extrañar, finalmente –ya que hemos aludido al parcialmente develado enigma de la cuadratura-, que el octaedro tenga que ver, a título similar que el cubo, con el nimbo simbólico que entorna a esa ancestral cuestión geométrica. Así como el dado es la proyección tridimensional del cuadrado, el octaedro es su proyección convergente, piramidal, la cual tiene la peculiaridad de ser doble, hacia arriba y hacia abajo. Para visualizarlo bastará que lo figuremos como un témpano de helo flotante en sabe Dios qué aguas, y la línea de flotación coincidente con el cuadrado de base, y venga aquí una anécdota.

LA SOCIEDAD DEL ESCARABAJO
Yo frecuentaba en Bruselas una sociedad esotérica llamada “Le Scarabé”, escarabajo, insecto la estereotipia de cuyo dibujo era en el antiguo Egipto el jeroglífico del equivalente en viejo idioma copto a nuestro verbo “ser”. Dirigía la sociedad un llamado profesor Bernard, cojuelo y cejiarqueado como el diablo, y además dotado de un mal humor proverbial, pero que solía decir cosas interesantes, entre ellas su teoría de la pirámide: las pirámides, la gran pirámide en particular, la de Keops, no son tumbas, abrigaban tumbas dentro de sí, pero no lo eran, no eran monumentos mortuorios, así como las iglesias góticas están llenas de sepulturas pero no son cementerios. La pirámide es un símbolo absoluto, es la medida universal de la jerarquía ontológica, en el hombre (microcosmos), en la sociedad (mesocosmos) y en el mundo (macrocosmos), jerarquía que va de la multitud (la base9 a la unidad (la cumbre), de la materia al espíritu, de la creación al Creador.

Quizá en este punto convenga recordar que, según Bernard, el símbolo opuesto a la pirámide es la torre de Babel, o sea el edificio cónico que lleva una rampa continua en espiral ascendente, tal como lo representaron, obviamente inconcluso, muchos pintores góticos y aun posteriores. Hoy sabemos que el “zigurat” de Babilonia no fue así; pero lo importante es el símbolo.

La pirámide es jerárquica. Está hecha (en principio 7) de capas o estratos sucesivos y superpuestos y su superficie era escalonada, como lo muestra sobre todo la del faraón Zoser (c. 2737-2717 a.C.) en Saqqara. El pulimento de la pirámide era para Bernard una anomalía, pero la rampa continua ascendente se le antojaba la aberración diabólica misma, tanto como la pretensión de alcanzar el cielo. En efecto, la verdadera pirámide, la de Keops, observaba Bernard, es trunca, porque la cúspide, que representa a Dios, no es inmanente a la pirámide, no pertenece a ella, la trasciende, como Dios trasciende al mundo.

Ahora bien, Bernard sostenía que toda auténtica pirámide comporta otra invertida y subterránea o sumergida, sobre la cual se apoya como un cimiento. ¿Cuál era el simbolismo de esta pirámide oculta y al parecer reprimida bajo el peso de la visible? Representa quizá el triunfo del bien sobre el mal?, de la luz sobre las fuerzas oscuras?, o que deben permanecer oscuras para que su poder no sea una amenaza… No lo supe. Para saberlo, una vez le hice a Bernard esta pregunta:
-Si hay una pirámide arriba y otra abajo, inversa, ¿puede haber también una adelante y otra atrás y una ala derecha y otra a la izquierda…?
-¡Su pregunta es artificiosa! “Je dirais mème qu´elle est diabolique!”.
Yo diría que hasta es diabólica, agregó ya con voz destemplada. Me desconcertó completamente porque yo me sabía inocente de cualquier mala intención, pero él sin duda creyó que me burlaba de su enseñanza. No había tal, yo sólo había advertido en su tesis la presencia de un octaedro y quería averiguar su simbolismo. Él lo negó de plano, dejándome en ascuas:
-Nunca una figura regular. “Jamais¡”.

Esto, por cierto, debe ser un mal entendimiento; los poliedros regulares son los llamados sólidos de Platón, que desde antiguo suscitaron la imaginación simbólica de los seres humanos. Están, pues, cargados de metafóricas significaciones. Han muerto los viejos maestros y apenas quedan ecos de su enseñanza. Hagamos lo posible por nuestro lado, modestia aparte, en un intento de revivirla.

EL TETRAEDRO
Hay un sentido en que podemos decir más. Hemos visto que el octaedro es generado por tres cuadrados planos que están en su interior, los cuales sólo aparecen en las aristas. A lo que queremos venir ahora es que a esos cuadrados se cortan entre sí verticalmente como los tres planos básicos de un sistema de coordenadas cartesianas. En consecuencia, ellas tienen, dos a dos, una recta en común, diagonal de cada uno de esos cuadrados y como tramo inicial del correspondiente eje de coordenadas, y en conjunto los tres ejes coinciden en un punto, que es el origen del sistema (de coordenadas) y centro de gravedad del octaedro. Este cuerpo tiene pues la particularidad única, según nos parece, que su centro de gravedad es al mismo tiempo la encrucijada crucial del  proceso  de  su  generación,  si  cabe hablar de esta manera. Ello no ocurre con el cubo, que se genera flexionando sobre sus lados el cuadrado de base, y no por líneas transversales que lo corten. También el tetraedro, o pirámide de base triangular, parece obtenerse flexionando estas sobre los lados, pero ello es asunto que merece mayor atención.

El tetraedro se caracteriza por no tener rectas transversales interiores entre los vértices, que podríamos llamar cuerdas secantes; las únicas cuerdas transversales entre los vértices son las líneas límites, los lados. Sin embrago, por un arte de ingenio matemático podría decirse que las rectas transversales entre los vértices del tetraedro coinciden “en el límite” con los lados. En este sentido, el tetraedro puede considerarse como un sólido regular generado tanto a partir de los lados, como el cubo, como a partir de rectas transversales, o cuerdas máximas, como el octaedro. Y resulta evidente que es legítimo considerar esto de alguna manera, porque el tetraedro tiene igual número de vértices que de caras: 4. En otras palabras, reverso o complementario. Esto a su vez apunta hacia un riquísimo simbolismo en el sentido del andrógino, es decir lo primario e indiferenciado, y al mismo tiempo lo completo, la coincidentia opositorum, la vuelta al origen del círculo que se cierra sobre sí mismo, el Uroburos o serpiente que se muerde la cola.

CUERPOS DERIVADOS DEL PENTÁGONO
A esta altura nos hace falta decir algo sobre las posibilidades que ofrecen a la imaginación o la ideación, el dodecaedro y el icosaedro. Intentemos lo que esté a nuestro alcance.

El primero tiene 12 caras de 5 lados cada una, y por lo tanto tiene 30 aristas. Como 3 de estas coinciden en cada vértice, el dodecaedro tiene 20 vértices. De otro lado, cabe observar que el dodecaedro se genera flexionando la base sobre sus lados, y es por lo tanto una versión pentagonal del cubo, algo más complejo porque su generación se hace no es 2 sino en 3 etapas. Primero se genera un cáliz o “rosa”, un tulipán, que se “tapa” con otro similar, y en total son 12.

En cambio, el icosaedro tiene 20 caras triangulares, o sea nuevamente 30 aristas, como 5 de ellas coinciden en cada vértice hay un total de 12 vértices. Se ve que el dodecaedro y el icosaedro tienen estructuras numéricas recíprocamente inversas, en el mismo sentido que el cubo y el octaedro, y debemos, por lo tanto, considerarlos como anverso y reverso o complementarios recíprocos. Ya no hace falta exhibir el cuadro correspondiente. Por lo demás, se puede inscribir el uno de esos poliedros en el otro por el mismo método de convertir en vértices a los centros de las caras y viceversa, lo que da de nuevo regresiones infinitas, hacia afuera y adentro.

El aserto se confirma si se tiene en cuenta que el icosaedro, no obstante sus caras triangulares, tiene propiamente una estructura pentagonal. Tomemos un pentágono: tiene 5 rectas transversales o cuerdas mayores –internas- entre sus vértices. Flexionémoslo sobre ellas hasta que el movimiento se interrumpa por obstrucción de dos flexiones vecinas, y así hasta agotar todas las posibilidades. Hemos obtenido las aristas y los vértices del icosaedro; las caras triangulares serán, por así decir, nuevamente, superficies de relleno. El icosaedro es, pues, una especie de versión corregida del octaedro, corregido o ampliado a una base o lugar de partida pentagonal.

Pero hay más, al generarse el icosaedro se ha generado también un dodecaedro que queda oculto en el interior de aquel. Las pruebas matemáticas escapa por cierto a las posibilidades de este breve, o  leve,  ensayo;  pero  baste  anotar como ayuda al lector que la intente por su cuenta, que todo pentágono, por la intersección de sus cuerdas máximas secantes, comporta otro dentro de sí orientado en sentido inverso y así ad infinitum. Resulta de este modo que el icosaedro tiene un núcleo dodecaédrico, lo cual sugiere riquísimas interpretaciones simbólicas. Puede decirse que el icosaedro está embarazado o preñado o grávido, para usar una palabra más expresiva. Esto tiene a dar del icosaedro una interpretación femenina, aunque no necesariamente, pues Zeus estuvo preñado de Atenea, la gestó en su cabeza y para parirla (ya armada hasta con casco, lanza y escudo) hizo falta un hachazo propinado por Vulcano (Efaistos en griego). Cierto que el icosaedro parece portar su cría en su centro, que ya no es un mero punto, el seno o vientre; algo ha florecido en él –mejor quizá “enfrutecido”, es decir germinado, fructificado-.

De otro lado, puede traerse a colación la teoría de Jung sobre la cual todo hombre lleva en sí una “ánima”, un eterno femenino que es lo que comunica su mente con el mundo interior oculto y subyacente de los arquetipos, y es al mismo tiempo el “imago” que proyecta en el amor y lo hace posible.

LOS POLIEDROS Y LA ESFERA
Resumamos. Tenemos elementos importantes para la interpretación del tetraedro, el cubo y el icosaedro. Tenemos también un ordenamiento de los sólidos regulares en tres etapas. Primero, el tetraedro, de base triangular; luego, el cubo y el octaedro, ambos de base cuadrada, no obstante la apariencia triangular de éste; finalmente, el dodecaedro y el icosaedro de base pentagonal. Aquí se agotan las posibilidades, pues no hay más cuerpos regulares. El hexágono no puede flexionarse para obtener de él un poliedro regular, porque si la flexión fuese externa lo que se obtiene es el plano que puede extenderse al infinito con sólo repetir la operación en todas las direcciones (en este caso 6, por cierto oblicuas entre sí, y por lo tanto interdependientes, 2 a 2 desde el punto de vista dimensional); si la flexión es interna, sobre las cuerdas máximas, ella coincide con el mismo hexágono del lugar de partida. Claro que si nos permitimos la audacia geométrica de postular la existencia de una distancia infinita, audacia que consiste en trascender el hecho que, aun  siendo el espacio infinito, toda distancia en él es finita; digo, si nos permitimos esa audacia, el plano se convierte en una semiesfera, hasta la distancia infinita del punto de origen o centro del hexaedro inicial, y en una esfera completa más allá si, cumplido el infinito (¿!), seguimos avanzando, posibilidad por cierto puramente imaginaria, pero eso no debe amilanarnos ni detenernos, por ahora. Este razonamiento, aparentemente tan extraño, es sin embargo para nosotros de sumo interés, pues explica cómo la esfera puede ser vista como un poliedro infinito, es decir de infinito número de caras hexagonales o triangulares, infinitesimales. La esfera, forma cúbica de la circunferencia, es decir expresión de lo infinito, por oposición a lo determinado, lo plural o infinitamente múltiple, lo numérico. De allí que Parménides hiciera de la esfera “maravillosamente circular”, imagen de su Ser inmóvil y unitario, en todo idéntico a sí mismo. Pero Meliso lo corrigió dando al relieve finito y diurno de la esfera parmenídea un carácter infinito, que finalmente completaría Giordano Bruno con su imagen nocturnal, perfectamente homogénea, de la esfera que tiene “su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna”. Lástima, se había olvidado ya entre tanto la plena luminosidad solar originaria del Ser de Parménides.

Como quiera que esto sea, es claro que entre lo finito y lo infinito media una diferencia infinita. Aquí se nos viene en mente una digresión sobre la razón de la “imposibilidad” de la cuadratura del círculo, pero cortemos por lo sano mientras estamos a tiempo, quede eso para otra oportunidad. Se dice que la noción de infinito repugnaba a los griegos. Yo no estoy tan convencido de ello. En todo caso, y eso no obstante, tiene interés indagar cuál de los poliedros regulares finitos es el que más se aproxima a la esfera, poliedro infinito de lo infinitamente pequeño. Podemos postular que tal será el que, inscrito en la esfera, tenga más puntos de contacto con ella. Los puntos de contacto son los vértices: el tetraedro tiene 4, el octaedro 6, el heptaedro 8, el icosaedro 12, el dodecaedro 20. Este es, pues, el sólido favorecido de los dioses; aunque el icosaedro puede quizá disputarle el honor si las reglas de juego del concurso fueran distintas, por ejemplo: cercanía de las caras a la esfera o más sutilmente, minoridad del ángulo diedro formado por cada cara con el plano tangente a la esfera en cada vértice. Esto es lo que hace que el icosaedro sea el cuerpo menos estable, sin ser ingrávido, y en tal sentido el más fluido, el de mayor similitud con el estado líquido de la materia.

SIMBOLISMO DE LOS CUERPOS PLATÓNICOS
Volvamos ahora sobre nuestra jerarquía. Puede decirse que el tetraedro representa lo inicial, el embrión del mundo en que se genera la esencial cuaternidad  del  espacio.  También representa una suerte de infancia universal. La etapa cuadrática del cubo y el octaedro marca ya una fuerte diferenciación: el cubo es la protección, la estabilidad, el abrigo, el recinto cerrado, el claustro, el cofre; en tanto que el octaedro es la apertura a todas las direcciones, el cruce de los caminos, el desahogo, la libertad. Desde donde se le mire, muestra la “rosa de los vientos”, que es también cruz, y como lo pondrá de relieve el cristianismo, en las torres o campanarios de las iglesias góticas, lo abarca todo. Desde el punto de vista de la diferenciación sexual, ambas imágenes son ambiguas, pero quizá los elementos masculinos predominan en el octaedro y los femeninos en el cubo. En todo caso, la etapa cuadrática parece representar la juventud o mejor la adolescencia. Esto es al menos cosa opinable.

El siguiente nivel es el paso de la cruz a la flor, y concretamente la rosa, de esquema pentagonal. El marca así el pleno florecimiento de la vida, florecimiento que lleva consigo la fecundidad. Esto se manifiesta sobre todo en la matriz pentagonal contenida dentro del icosaedro, sea que se le interprete como la fecundidad en el sentido de profundidad y don de sí, sea como cristal cuajado, gema o joya oculta –“mainte joyau dort enseveli/ dans  les  tenébres  et  l´oubli…”  (Baudelaire). Esta matriz dodecaédrica interna pentagonal representa lo que Jung llamó “el secreto de la flor de oro”, el núcleo de la experiencia vital.

Claro que esta interpretación que proponemos tiene un serio rival en la ya muchas veces centenaria interpretación que Platón propuso en un famoso pasaje de su diálogo sobre la naturaleza: el Timeo. El punto que interesa a Platón es establecer la correspondencia entre los llamados sólidos platónicos, que son los que ya hemos visto, y los cuatro elementos naturales previstos, al parecer por los pensadores jonios (agua de Tales, aire de Anaxímenes, tierra de Jenófanes y fuego de Heráclito), pero implícitos ya todos en todos ellos y sistematizados finalmente por Empédocles. Como se sabe, la Física griega, quizá con precedentes mesopotámicos, concebía la materia originaria, o Arjé si se prefiere, como constituida por la mezcla y entrecruzamientos variables de esos cuatro elementos, que eran a su vez la concreción del cruzamiento de dos polaridades cualitativas: seco y cálido, fuego; seco y frío, tierra; húmedo y cálido, aire, húmedo y frío, agua. Los elementos, hechos de cualidades, y por lo tanto marcadamente empíricos, experienciales, o fenoménicos, en el sentido de Kant, no eran quizá en su origen substancias, sino de alguna manera ingredientes cualitativos de la materia prima de que están hechas todas las cosas –los dioses inclusive-; pero a finales del llamado periodo presocrático el gran Demócrito de Abdera trató de darles una interpretación atomística y ella, al parecer, fue recogido en el Timeo, junto con otras consideraciones de carácter pitagórico. Según Platón o Timeo, debía haber una correspondencia entre los elementos y los poliedros en la cual debió cifrarse las diferentes manifestaciones de las cualidades de la materia (no nos olvidemos de Leucipo, otro gran atomista).

Sobre esta base, Platón partió de lo que para él era una certidumbre, aunque hoy la llamaríamos hipótesis: que el fuego corresponde al tetraedro, y la tierra al cubo. El fundamento analógico de esta correspondencia es ostensible. El tetraedro en equilibrio tiende hacia arriba igual que el fuego, la punta de cuya flama vibrátil es el ápice de la cúspide del trípode; en cambio, el cubo viene a ser el cuerpo más estable y por lo tanto el más sólido y grávido, la tierra. Por lo visto, Platón, “vel” Timeo, consideraron y antes de ellos todos los presocráticos, que entre esas dos formas, el fuego y la tierra, la oposición es extrema, y por ende ella debía ser atenuada y armonizada para hacer visible la variedad de lo dado mediante estratos intermedios; estos estratos armónicos son el aire y el agua, tales que el fuego es al aire como el aire es al agua y el agua es a la tierra. Exactamente, ¿qué tenían en mente Platón y los viejos filósofos? No lo sabemos, pero las imágenes de proporcionalidad nos dicen algo. También es relevante al respecto el juego –pre-atomista- de los conceptos correlativos a la rarefacción y condensación que aparece ya en Anaxímenes y que en forma aun más animista, curioso siendo posterior, la expresó Empédocles con su dualidad del amor, o amistad, ya la discordia (amor a lo distinto, discordia con lo igual –pan con pan no pega-).

Mejor dicho, recapacitando todo esto, el germen primordial debe estar en algún valor intermedio, para fines de simetría, de allí el agua de Tales o el aire de Anaxímenes, y aun ese intermedio imperceptible, el apeiron de Anaximandro, o las homeomerías con que Anaxágoras quiso quizá decir algo parecido, primeras postulaciones de una fisis noumenal, ultrafenoménica, para escándalo suyo, que Kant por lo visto ignoró. Sin duda, por permanecer en lo fenoménico, Anaxímenes redujo el apeiron al aire, pero  aire  vital,  anímico,  respirado  por el cosmos, del que Heráclito diría que está hecho el logos –otros lo llamarían ánima mundi-.

De otro lado, transversalmente, el fuego se opone al agua aun más que el aire a la tierra. En ambos casos tenemos un marcado contraste, pero de distinta calidad. Fuego y agua son enemigos: ésta lo apaga, aquél la evapora. Se trata de una oposición en principio inconciliable, contradictoria. En cambio, agua y tierra se oponen como lo sólido, grave y estable a lo móvil y volátil. La oposición es sólo contraria, no hay interacción. La situación intermedia del agua resulta evidente.

Pero hay algo más que no debió pasar desapercibido a los antiguos filósofos: tierra, agua y aire son extensos y pasivos, en tanto que el fuego es focal –valga el pleonasmo o redundancia- y es activo, es además consumtivo; se opone, pues, a los otros tres elementos como el cuarto heterogéneo. Desgraciadamente, no podemos detenernos a considerar ahora los dos modos posibles en que se genera la cuaternidad; por doble desdoblamiento de la unidad prístina, como parece ocurrir con los “suyos” nuestros y por lo visto lo intentaron los antiguos con el cuaternio cualitativo de los elementos; o por la inserción de un cuarto homogéneo en la triada., obtenida ésta a su vez de la díada, sea por interposición de un mediador, sea por el surgimiento de un término triangulante. El fuego es heterogéneo más que el cuarto punto del tetraedro lo es frente al plano de base triangular, marcando la tridimensionalidad del espacio; mejor aun, lo es como el tiempo frente a las tres dimensiones espaciales homogéneas. La tétrada de los elementos comporta así uno heteróclito, ligado por lo demás al fluir del tiempo, y fue quizá Heráclito el primero que lo vio claro.

En todo caso, no encuentro mucho sentido en que Aristóteles lo considerase “causa material”, cosa que vale más bien para los otros tres elementos, ya que corresponden a los tres estados de la naturaleza en reposo, sólido, líquido, etc.; pero no hay propiamente estado, es decir, reposo ígneo, sino todo lo contrario. Al fuego conviene pues entenderlo como “causa eficiente”, y así figura en el mito de Prometeo, don robado a los dioses, idea que sin duda subyace implícito en el dictum de Tales: “Todo está lleno de dioses”, es decir el agua primordial lleva dentro de sí, de alguna manera, su propio fuego. Quizá para entender esa manera propuso Anaxágoras su apeiron, substancia noumenal intermedia entre el fuego y el aire: activa es fuego ardiente, inerte asume los estados del substrato material, aéreo, líquido o sólido en que se muestra la naturaleza; pero lo que activa el apeiron es ante todo, por contacto o contagio, el fuego mismo, de allí su primordialidad, que advirtió Heráclito deslumbrado, y aceptó en buenas cuentas Platón al asignarle el poliedro inicial, el tetraedro.

Quizá esta digresión permita situar mejor la doctrina tradicional de los cuatro elementos, que fluctúa entre 2 x 2 y 3 + 1, lo que, cualitativamente, no es con necesidad lo mismo. La aritmética cualitativa se permite ciertas licencias, ante las ecuaciones de la propiamente tal, con cargo a resolverlas al fin y al cabo también cualitativamente, algo de lo que hemos visto en las cogitaciones homogenizadoras de los antiguos, por contraste con la de Heráclito, de modo que deje a salvo a la postre el inflexible imperio de la cantidad homogénea, descualificada.

EL DODECAEDRO
Ahora, y volviendo, para terminar, a los sólidos platónicos, según el Timeo, al aire corresponde el octaedro y al agua el icosaedro. Para decidir esta correspondencia Platón considera a esos dos sólidos como derivados del triángulo, en creciente complicación, y por lo tanto posteriores al tetraedro y anteriores al cubo, de base cuadrada como es obvio. La razón metafórica de la correspondencia parece también clara. A diferencia del cubo en que predominan las caras o paredes, en el octaedro predominan los vértices, como puntas de flechas o lanzas (jabalinas), que marcan lo de arriba y lo de abajo, hacia adelante y hacia atrás, lo diestro y lo zurdo (siniestro?), formas de la dualidad básica que en China es el Yang y el  Yin y entre nosotros se conoce como Hanan-Urin. Es también la versión cúbica de la rosa de los vientos, de ahí la correspondencia octaedro-aire llena el espacio. Por su lado, ya hemos dicho lo esencial sobre el acoplamiento icosaedro-agua en razón de su mayor esfericidad, que es fluidez, liquidez, sin ser volátil.

Queda el dodecaedro, que Platón no considera en relación con los elementos de la materia por ser el que ocupa en su jerarquía el quinto lugar. Esto ha determinado que desde Platón, o después, el dodecaedro se haya vinculado al mundo celeste, es decir al quinto elemento, que ya no es elemento de la materia sublunar, como los otros, sino es antes bien aquello de la que están hechas las estrellas y los ángeles que en ellas habitan: la quinta esencia –quizá el apeiron de Anaximandro- ésa, la más sutil, la más vivaz y más espiritual de las substancias, el éter, lo llaman algunos; los monjes alquimistas   creyeron  haberla  encontrado  cuando obtuvieron el licor, “agua viva”, manipulando el vino al fuego en sus alambiques (destilación). “In vino veritas”,   ese líquido que parece una inusitada mezcla de fuego y agua del que obtuvieron lo que les pareció ser el “elixir”, sin duda del amor y de la vida, la versión líquida de la quinta esencia, por así decir, estirándole la cola. Esa versión licoral resultó ilusoria, engañosa, pero quedaba la versión sólida, cristalina o cristálica, en el dodecaedro, arquetipo de la postulada piedra filosofal, al tiempo que su manifestación volátil, el éter, ligero hasta desmaterializarse.

¿Cómo se compagina nuestra interpretación con la de Platón? Quizá no del todo mal. La interpretación del fuego como principio germinal es sumamente sugestiva y viene a darle la razón a Heráclito. En cuanto al cubo-tierra –habitáculo- y al octaedro-aire hay correspondencias también muy interesantes, nos parecen, que ya hemos señalado. Queda por último el icosaedro como agua fecunda, que engendra en sí la vida, y el dodecaedro con la quinta esencia, quizá, ya lo dijimos, el apeiron de Anaximandro, el no-elemento más sutil que el aire y se confunde con el espíritu porque se acerca a él. Mi amigo, el antropólogo Fernando Fuenzalida, me ha señalado la correspondencia entre el dodecaedro   y  el  zodiaco  como  si  aquel  cuerpo convertido en éter envolviera en un movimiento en espiral al mundo, movimiento que vuelve al origen a un nivel más alto, imagen, me dice, que está en alguna parte en Platón. Si el fuego-tetraedro es la causa eficiente cósmica, heracliteana, el dodecaedro-apeiron es la causa formal por excelencia, el modelo preeminente, o por antonomasia y por lo tanto representa también la causa final que “informa” infusamente el cosmos, se la “infunde” en tanto que plúrima manifestación de una unidad germinal que pugna por explicitarse. Lo que tendría que ver con la idea platónica del Uno y el Bien; el Motor inmóvil del maestro peripatético, nacido en Estagira; el logos de Heráclito, más fuerte que el fuego pues regula su acción destructo-creadora; el Ser trascendente de Parménides, ajeno a toda pluralidad ni contingencia o cambio, pero origen cual lámpara del contraste de luz y sombra del propio mundo apariencial, cuyo conocimiento es sólo opinable; variantes todas en fin, creo yo, plurívocas del impasible Dios uraniano de Jenófanes que “todo lo ve, lo piensa y oye”, para quien musican su armonía las esferas pitagóricas y musitan sus cerebraciones los filósofos que supieron y lograron adumbrarlo. Así hemos coincidido Platón y el suscrito, toda proporción guardadas y salvadas las distancias (y de paso Aristóteles). Creemos pues haber contribuido a aclarar el enigma del dado dodecaédrico. ¿Dado?, sí, pero no de envite, sino de adivinanza; en el oriundo sentido divinal de esta palabra.

P.D.- La idea judeo cristiana del Dios creador ex nihilo no es a mi modo de entender contraria a la concepción de lo creado como “manifestación” de ese Dios. Es decir, Dios se manifiesta al crear. Lo que está excluido es que esa creación sea mera emanación de la esencia divina.
En lo que concierne a la relación entre el plano infinito y la esfera me valgo de las ideas de un filósofo suizo que leí en Alemania cuando era muy joven, y cuyas referencias he perdido. Por esta razón me he visto imposibilitado de mencionarlo de manera explicita pero lo hago ahora de modo supletorio. El libro me fue prestado por la biblioteca de la Universidad de Bonn. Amén.

 Versión inicial: Bogotá, mayo 1980
Aumentada y corregida: Lima, julio 1994
Versión final, Lima, diciembre 2009.
Últimos retoques, Lima julio 2011.