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lunes, 21 de enero de 2013

SIMON BOLIVAR AUTÓCRATA

DON SIMÓN BOLÍVAR:
Autócrata que quiso gobernar
con tres cámaras parlamentarias
Antonio Belaunde Moreyra

Dedico este ensayo a mi querido primo
Javier de Belaunde y Ruíz de Somocurcio,
eminente bolivariano convictamente demócrata.
 


Hace 204 años nació en Caracas quien sería el Libertador don Simón Bolívar y estamos aquí reunidos para celebrar este nuevo aniversario bolivariano.

Celebramos en Bolívar al héroe de innumerables combates y otros méritos a la gloria militar, que él comparte con tantos y tantos adalides de nuestra gesta libertaria, de modo que se concentra y se exalta en su persona nuestro culto a todos ellos. Pero celebramos también al gran jefe político, al hombre de Estado que supo avizorar el destino de nuestros pueblos, prever sus peligros, buscar sus  grandes soluciones.

Es posible que nadie en América haya sido más elogiado y homenajeado que Simón Bolívar, sin duda con razón. Bolívar es el gran héroe romántico, a la vez napoleónico y bayroniano en la historia de América Latina, y hasta de la América toda, y el frecuente favor del bello sexo agrega esa magia a su leyenda. Nada extraño que la lluvia de ditirambos nunca cese, y en ello estamos ahora; pero en cierto modo no es nuestra intención sumarnos a ese oleaje de elogios. A Bolívar se le alaba casi como a un Dios, o a los dioses, según sea nuestra visión de lo trascendente, y hasta es un pecado tratar de entenderlo o entenderlos. El hombre debe respetar el misterio divino.

Pero Bolívar no era Dios, aunque hay en él sin duda una chispa inmortal, demiúrgica. No nos bastará pues elogiarlo, alabarlo; hace falta entenderlo, entenderlo aún a costa de ver sombras en su perfil y arrugas en su alma, porque la perfección está más allá de lo humano y sólo se logra por gracia divina. Ahora bien, Bolívar es un héroe posiblemente un genio, creo yo, el más grande entre nosotros; pero que yo sepa no fue un santo.

2.- Punto de vista peruano.-

Además, yo soy peruano y no puedo olvidar ciertas frases “desobligantes”, como se dice en francés, que Bolívar tuvo para con mi país. No es que los peruanos no hayamos podido superar un secreto rencor por eso; pero hay algo allí que entender, que ponderar en su justa medida.

El Perú es un país bolivariano, pero no del todo; quiero decir, no exclusivamente. También es un país sanmartiniano. En el Perú confluyen las dos grandes corrientes libertadoras de la América del Sur: la que con San Martín nos llegó del Río de la Plata, pasando, con la irreemplazable colaboración de O’Higgins, por Chile, y la que Bolívar nos trajo de la llamada Tierra Firme, salida del Caribe, de Caracas y Cartagena de Indias, y consolidada luego con la independencia de la Gran Colombia.

El Perú en efecto fue el bastión de la resistencia realista contra el movimiento de la independencia sudamericana, y bajo el Virrey Abascal tropas peruanas se batieron en todos los frentes por la causa del Rey Fernando VII. Por cierto hubo entonces en el Perú fuertes insurgencias independentistas, díganlo los intentos de Zela y Pallarderlle en Tacna, en coordinación con fallidos avances de fuerzas bonaerenses en el Alto Perú; el espontáneo grito de Huamalies y Huanuco; y sobre todo el movimiento del Cuzco, en 1814, que comprometió una vasta región desde esa ciudad hasta Huamanga, Arequipa y La Paz, y donde el Brigadier Pumacahua se reivindicó de opuesto en otro tiempo a su hermano de raza, José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II; amén de otros hechos que fueron registrados por el historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna.

 Es así como la guerra de la independencia fue trágicamente en el Perú una guerra civil, y no obstante lo que dice el peruano Virgilio Roel sobre la popularidad de la causa independentista entre indios y mestizos, es difícil explicar que los Andes peruanos fueran un tan terco bastión de las fuerzas godas sin una cierta perplejidad o desgarramiento interno sufrido por nosotros. Todavía yo he oído a mis tías limeñas aquella vieja y curiosa expresión con que se referían al advenimiento de la independencia: “cuando vino la Patria…”, y el himno a su modo lo repite:

“Mas apenas el grito sagrado
Libertad en sus costas se oyó.
...”

Además, cuando llega a nuestras costas la guerra, en el Perú hubo más de un intento de conciliación, la búsqueda de una solución no belicosa al conflicto y al destino de América, al menos al de nuestra Patria. Me refiero al sueño monárquico de San Martín, concretado en las negociaciones de Miraflores y de Punchauca, y a las llamadas “traiciones” de Riva Agüero y Torre Tagle. Ese sueño, en todo caso no era invento suyo pues lo compartía no sólo la aristocracia limeña, sino la de Buenos Aires, donde tuvo una connotada expresión política en la célebre “Logia Lautaro”, de la cual el monarquismo de San Martín fue una manifestación y prolongación especial. Pero no podemos ahora entrar en esto.

Es cierto que llevado de ese empeño San Martín, en criterio de muchos historiadores, desaprovechó ya en Lima, por falta de iniciativa, sus ventajas iniciales y eso lo llevó a sus desavenencias con su bravo lugarteniente Álvarez de Arenales, el vencedor de Cerro de Pasco, y con el Almirante Cochrane, todo lo cual hizo más insegura la posición del Perú, como se manifestó después en las campañas de “puertos intermedios”.

Pero como peruano, me niego a juzgar estos hechos históricos con lo que me parece ser la desaprensiva ligereza con que ellos han sido condenados en otras latitudes.

Es cierto, en todo caso, que todo esto hizo ineludible la venida de Bolívar al Perú, y él trajo consigo la victoria. Cuando Bolívar llega al Perú, después de haber consumado la independencia de la Gran Colombia, predomina en él el rol del político sobre el militar. A mi entender juega en esto un rasgo psicológico del Libertador que yo quisiera acentuar en su momento. Mi pregunta es: ¿por qué Bolívar hacia el final de su carrera bélica prefería confiar la conducción de las acciones militares a sus lugartenientes? He dicho que Bolívar es un personaje romántico, bayroniano; también es algo shakesperiano, y más concretamente hamletiano; pero no es un Hamlet suspendido en la cavilación, la angustia o la duda inactiva; es un Hamlet práctico de hombre que ejerce el mando, enfrascado en la vorágine de la acción.

El genio militar de Bolívar está fuera de duda. El se manifestó sobre todo en las primeras campañas, especialmente la que se inició en Cartagena, y luego en los repetidos cruces de los Andes, que hicieron de él, como de San Martín, un nuevo Aníbal. Pero como queda dicho, no puede dejar de observarse que al final él confiaba la conducción militar de las operaciones a otros, a Páez, a Santander, quien comandó en el Pantano de Vargas, y sobre todo al Mariscal Sucre, vencedor en Pichincha y en la batalla culminante de Ayacucho. Pienso yo que Bolívar temía ser corroído por la duda ulterior acerca del acierto de sus dispositivos y por eso confiaba en personas que no tuvieran ese carácter autocorrosivo, que le atormentaba. Se sabe que el mismo problema se ha presentado en otros casos históricos, quizá geniales, de alto mando militar, como al Mariscal Von Ludendorf en vísperas de la batalla de los Lagos Masurianos, pero el equilibrio mental de un hombre más bien mediano, como era Hindenburg, salvó entonces la coyuntura para Alemania. Tenemos la impresión que este rasgo psicológico se acentuó en Bolívar con los años, y por eso él descargaba en otros el mando militar, reteniendo para sí el comando político. Esto evidentemente pasó en el Perú.

Ello nada quita a su gloria porque, como bien sabe desde Clausewitz –por cierto en lo que a teoría concierne- la conducción de la guerra es ante todo un empeño de voluntad política. Es en esta calidad que Bolívar fue el gran animador de la victoria, hija de esa fiera determinación con que respondió a la pregunta de Mosquera en Pativilca, en un momento de pasajera postración: “¿Qué hacer ahora?”, “Vencer!”, y la misma determinación brilla en los clarines de la arenga que Bolívar lanzó al Ejército antes de la Batalla de Junín.

Numéricamente al emprender la campaña final las fuerzas libertadoras estaban en inferioridad de condiciones, pero se lanzaron al asalto de la fortaleza realista en los Andes peruanos sin entrar en esa consideración. Sin duda las acompañó la suerte y también una debilidad constitutiva del bando hispano, cuya tropa al cabo eran peruanos que preferían poner término a la extenuante contienda. Pero esto no se sabía de antemano. Bolívar actuó como lo que era, como un ariete, y en pocos golpes desplomó la fortaleza virreynal. Yo quisiera volver más adelante  sobre esta aguerrida dialéctica del ariete y la muralla, que se nos antoja particularmente sugestiva en el caso de Bolívar.


3.- Base temperamental y trasfondo ideológico.-

Pero vengamos al rol político del Libertador. Permítaseme decir, como una nota personal, que me viene por herencia paterna una tradición de admiración al genio político de Bolívar, tema al que mi padre dedicó una de sus principales obras. Pero, sin duda por razón de las circunstancias en que fue escrito, su libro sobre “Bolívar y el Pensamiento Político de la Revolución Hispanoamericana” carece de un colofón, una apreciación conclusiva de lo que fue el genio y el legado político del Libertador. Lejos de mi deseo intentar yo ahora este colofón en su lugar; al menos diré la impresión que a través de algunas lecturas bolivarianas me he formado.

Lo primero es señalar el hecho, nuevamente, que Bolívar no es un teórico de la política, un pensador que la juzgue desde un bufete o torre de marfil o de papel. Bolívar, obvio es decirlo, fue ante todo un hombre de acción, y la idea que se forjó de la política y del carácter y el destino de América fue fruto de su carácter, es decir, de su choque con las voluntades de otros hombres de acción a lo largo de la gesta libertaria. Algo hemos aventurado ya sobre la psicología de nuestro personaje, a lo que conviene añadir ahora una observación que infiero de su biógrafo colombiano Indalecio Liévano. Quizá el hecho que arroja una mayor luz   sobre   el   temperamento   de   Bolívar  es su inicial
relación desastrada con otro gran venezolano contemporáneo suyo, ligeramente mayor, don Andrés Bello. Bello fue un tiempo su preceptor, pero fracasó rotundamente en el intento de educar a Bolívar.

Había en el muchacho Simón algo rebelde y díscolo que fue invencible para el futuro gran humanista; se requirió toda la paciencia, la imaginación y el espíritu roussoriano de don Simón Rodriguez, para domar esa fierecilla e introducirlo a los intereses del espíritu. Bello cantó después en versos clásicos la naturaleza de la América equinoccial, pero fue Simón Rodriguez, no menos imbuido del culto por la Antigüedad, y se lo inculcó, quien con su actitud liberal, y sus paseos por el campo, abrió a Bolívar la percepción de esa naturaleza y con ello del destino a que ella debía servir de escenario. Por eso la compañía de Rodriguez en Roma, removiéndole los conchos, como decimos en Lima, suscitó en Bolívar la compulsiva necesidad del célebre juramento en el foro romano que fijó su vocación libertaria y comprometió su destino. Esta proclividad a los grandes gestos se repetirá en otras ocasiones, como su ascenso al Chimborazo.

Conviene subrayar aquí que, si bien de añeja cepa hispánica y probados pergaminos, no sin mezcla, hay en Bolívar una ruptura con el pasado, que se explica en parte por la temprana desaparición de sus padres, y en otra parte, por su original educación. Hubo pues en la formación de Bolívar un sello roussoniano, libertario y hasta jacobino, que en cierto modo se avenía a su temperamento, y le facilitaría desconocer, en el doble sentido  de  esta  palabra,  el legado hispánico, y asumir
sin critica los “clichés” o lugares comunes de la llamada “leyenda negra”, aunque alguna vez se dio signo de aflorar en él el recuerdo de su holgada posición familiar, ligado quizá al de su tierno pero breve matrimonio, en la Caracas todavía colonial.

Todo esto es muy importante, y da cuenta de la antipatía de su biógrafo español Madariaga – en compensación mencionamos la admiración que le tenía don Miguel de Unamuno. Pero en otro sentido, a despecho de Rousseau, desde relativamente temprano en su carrera, Bolívar fue un conservador.

Como suele suceder, su conservatismo estaba basado en una percepción negativa de la psicología humana; percepción que, lo hemos dicho, se perfiló en la dura experiencia de su carrera militar y política. Es claro que Bolívar tuvo desde temprano una valoración realista, o verista, de las ambiciones, apetitos, complacencias, pasiones del homo político latinoamericano, y eso le causó grandes preocupaciones y angustias, sobre todo porque supo prever el caudillismo de los que fueron sus lugartenientes en la gran contienda bélica. A ello se debe que llegará pronto a una convicción conservadora. El no se hizo ilusiones sobre nuestra sabiduría política, sobre nuestra capacidad espontánea para asegurar un gobierno estable, justiciero, próspero, y trató de remediarlo, como sí eso bastara, dando una especial solidez y consistencia a las instituciones.

Sin embargo, Bolívar no es un conservador nato, típico de la América Latina, porque nuestros conservadores típicos fueron godos, hispanizantes, a la manera de don Lucas Alaman en México, llenos de sentida nostalgia por el pasado virreynal, de inteligencia comprensiva hacia sus propósitos humanitarios, aunque en la práctica grandemente fallidos, y de angustia ante las novedades del liberalismo importado con la Independencia, que en más de un aspecto dislocaba las estructuras de nuestra sociedad.

Nada de esto hay en Bolívar. El conservadurismo hispanizante que he descrito, o más bien esbozado, le era antitético. En su antihispanismo se manifiesta, repito, el elemento jacobino, con la misma radicalidad y pugnacidad de su carácter con que pronto se manifestó su tendencia conservadora. Ambas posiciones, diametrales y dialécticamente opuestas, pero complementarias en él, le comprometían de raíz. Ellos venían a aliarse en su nunca mentida admiración por las costumbres políticas inglesas, que, como se sabe, aúnan de una manera sui géneris tradicionalismo y progresismo.

Sin duda es allí donde él encontraba realizado, con razón o sin ella, el ideal roussoniano de una sociedad sabia y justa que permitiese aflorar lo que hay de mejor en la naturaleza humana. Pero esta anglofilia, de marcado tono elitista, es en él algo que le viene de fuera, más por pensamiento que por experiencia.

Como quiera que ello se resuelva, constatamos, pues, que hay algo escindido en Bolívar, una doble pertenencia liberal y conservadora, que no es un mero eclecticismo, sino la raíz de conflictos latentes. Su ascendencia liberal y hasta jacobino, que le había permitido moverse como el pez en el agua en el París revolucionario, se manifestará en su antihispanismo furioso y le llevó un día trágico a proclamar la guerra a muerte; esto de un lado, del otro el realismo de su conocimiento de los hombres hizo de él un conservador con el ahínco del converso, no menos radical, y ello impregnó su acción política.

4.- Su rechazo de una solución monárquica.-

Así se explica por qué Bolívar nunca tuvo simpatía hacia ilusiones monárquicas en América Latina, como San Martín y la bonaerense Logia Lautaro, y su venida al Perú significó el final de cualquier intención de hacer primar en nuestro país una solución negociada de la independencia, solución que, según deseada, habría sido similar a la que poco antes se había logrado para el Brasil. Bolívar creyó siempre ilusa esa posibilidad, y lo muestra desde la carta de Jamaica en que habla de “un mar de odio que separa a España de América, más grande que el océano Atlántico que las separa físicamente”.

Por cierto esta profecía de Bolívar se reveló pronto falsa, y por eso cabe preguntar si no habría sido mejor, razonando contrafácticamente, si aquella solución hubiera resultado visible. Dediquemos siquiera un breve lapso a revisar esta cuestión:

Primero, la ruptura violenta que significó la independencia se habría evitado y si no se evitaba del todo la guerra, ella habría sido más corta y menos cruenta.  A  esta  respecto anotemos que a diferencia de
los Estados Unidos, donde la violencia de la lucha por la independencia, y luego de la guerra de 1812, fue a la postre un factor que contribuyó poderosamente a la unidad nacional, entre nosotros el fragor de esa lucha, frecuentemente despiadada, fue motivo de desunión más que de unidad y ello en un doble sentido: desunión de nuestras nacionalidades emergentes dispersas a lo largo del Continente, y desunión, dentro de esas nacionalidades, entre las diferentes clases sociales. Sin duda Bolívar hizo de alguna manera esta comprobación, y ello contribuyó a su pesimismo.

En segundo lugar, cabe pensar que si, como ocurrió en el Brasil, en alguna parte de la América hispana se hubiera consolidado un régimen principesco, siquiera como una etapa de transición, las contiendas políticas y el caudillismo militar entre nosotros habrían sido atenuados. El régimen monárquico tiene una ventaja, siempre que, como un cristal intacto, no se discuta su legitimidad: él pone al primer puesto fuera del alcance de la contienda política, subordinándola así a un principio de orden que se postula magnánimo.

Pero, lástima, Bolívar nunca creyó que se pudiera transferir esa legitimidad de la Europa a la América. Brasil tuvo la ventaja que el príncipe estaba allí presente. Justo es reconocer que hubo también en el Perú, aun antes de llegar Bolívar, en los debates de la “Sociedad Patriótica”, quienes tuvieron un punto de vista similar; en particular José Faustino Sánchez Carrión, quien sería después su más íntimo colaborador de Lima.

En tercer lugar, si en vez de un violento contraste hubiéramos tenido un pasaje fluido a la independencia, la visión anfictiónica o federativa de Bolívar entre las nacionalidades emergentes habría sido, sin duda, más fácil de realizar...

Pero adelantémonos a aseverar que el hecho que Bolívar no creyera en la solución monárquica, negociada, no implica que él fuera culpable de su fracaso. La culpa es en todo caso imputable al bando realista, que con cabezota obcecación no supo ver a largo plazo, y sus oficiales extremaron esa inflexible opción en una conducta bélica implacable, lo que no tardó en atraer la retaliación patriota.

En ese mismo espíritu se llevó a cabo en el Perú el motín de Asnapuquio. El pretexto fue la jura de la Constitución de Cádiz, pero el verdadero propósito consistió en cortar por lo sano cualquier proclividad del Virrey Pezuela a entenderse con San Martín, y significó así un golpe de gracia antelado al sueño monárquico de éste, cosa que él no supo entender, con las graves consecuencias que hemos dicho.

Como hay una Providencia, ella tenía escrita la historia de otra manera, y lo que se hizo en Brasil no pudo hacerse entre nosotros. Sin apelar de sus designios nos permitimos creer, en nuestra medida, que eso fue una lástima. Hay un pasaje en la carta de Jamaica que sugiere que alguna vez Bolívar también lo sintió asi, pero fue solo un instante, borrado luego en el fragor de la contienda. En su conducta no hay lugar para lo que había juzgado imposible en su experiencia anterior, y además iba en ello para él, para su obra y los suyos, una cuestión de confianza, de seguridad.

Cabe en efecto la sospecha que entre Bolívar y el Perú nunca llegó a cimentarse una lealtad sólida, en particular entre él y la capital, la cuidad de los Reyes y su altanera aristocracia. Una monarquía borbónica allí le era impensable. Sin duda, no debían escapársele las ventajas que advertimos en tal solución si hubiera sido viable y que habrían aplacado buena parte de sus motivos de ansiedad y desazón políticas. Simplemente la dio por excluida e imposible, por razones ajenas a su voluntad, ante la violencia del conflicto con España. Fuerza es reconocer que Bolívar echó harta leña a esa hoguera, pero no hay huella que eso le mortificase en su fuero interno. Sus dudas concernieron siempre a lo por hacer, nunca a lo ya hecho. El remordimiento no era la más conspicua de sus virtudes.

5.- La liberación del indio.-

Ya en el gobierno del Perú el liberalismo básico de Bolívar tuvo una aplicación connotada en la llamada “liberación del indio”. Se trata de un hecho político de consecuencias ambiguas por decir lo menos, pues consistió en esencia en la disolución de las comunidades indígenas, que era parte de la política liberal de la lucha individualista contra la “mano muerta”. Pero esto conduciría pronto al desconocimiento de los títulos de esas comunidades y a la expansión del latifundio. No podemos ni remotamente intentar historiar aquí la paradoja del indigenismo liberal, cuyas bendiciones fueron a la postre trágicamente ciertas borrando las estructuras de la sociedad tradicional, cuya comprensión iba más allá de los simplistas postulados del individualismo extremo. Bolívar y sus colaboradores incurrieron en ello, sin duda, sin saber lo que hacían.

Un conservador de viejo cuño hispánico, como Lucas Alaman, habría sabido más. Pero ya dijimos que el conservadorismo de Bolívar era a su modo dialécticamente compatible con su liberalismo y hasta jacobinismo de base, si bien le imponía un fuerte correctivo derivado de la experiencia.

En cambio debe anotarse acá que Bolívar tuvo una actitud muy constructiva en cuanto al problema de la esclavitud, institución inhumana a la que fue siempre, al parecer, decididamente contrario. El motivo central de su impugnación al Perú fue, en sus palabras: “oro y esclavos”.

6.- Su concepción del Estado.-

El pensamiento político de Bolívar está disperso en la miríada de su correspondencia, pero lo jalonan tres documentos esenciales: la Carta de Jamaica, la oración inaugural a la Asamblea Constituyente de Angostura y la Constitución Vitalicia. Entre ellos media una distancia máxima de poco más de diez años y como suele suceder, los atraviesa a la vez una continuidad y una evolución.

Desde el punto de vista de su concepción de la forma de gobierno, el momento más logrado se encuentra, según  creemos,  en  el  mensaje  de Angostura, ante la
asamblea convocada por él para revisar la primera Constitución de Venezuela; y la idea central, a su vez, está en una frase muchas veces citada:

“En las repúblicas el ejecutivo debe ser más fuerte,
porque todo conspira contra él, en tanto que en las
monarquías el más fuerte debe ser el legislador,
porque todo conspira a favor del monarca.”

El trasfondo de este razonamiento parece ser la comparación de su experiencia americana con el régimen político británico, que él admiraba al punto de hacerlo el faro de sus reflexiones. El liberalismo está bien allá, pero descartada la monarquía en América, era necesario sustituir su poder estabilizador con un Ejecutivo fuerte, centralista y durable. El reforzó este propósito con la idea, copiada de la Cámara de los Lores en Westminster, de un Senado vitalicio y hereditario, premio a los grandes luchadores de la Independencia, que fuera, como allá, un cuerpo mediador en los conflictos políticos; solo que cabe preguntarse, ¿qué aseguraría, en otro contexto, la imparcialidad de ese cuerpo? La Asamblea no siguió su consejo y, aunque lo hizo presidente, de allí arrancan las cuitas del Liberador con el poder en su patria.

En todo caso, si no me equivoco, ese mensaje es el origen de toda la vertiente conservadora y unitaria en las luchas políticas colombianas, por oposición a la federalista y liberal, inicialmente encabezada por Santander.

Pocos años después, la Constitución Vitalicia, dictada primero para Bolivia, aplicada luego en forma pasajera al Perú, pero deseada para la Confederación de los Andes, en que Bolívar soñó un tiempo integrar las Republicas liberadas por él, marca la exacerbación de sus ideas autoritarias y cesaristas. Se da entonces una paradoja, que quisiéramos explicar con algún detenimiento.

Bolívar, como sabemos, paliaba su pesimismo con su admiración por las instituciones y costumbres políticas británicas y su esperanza de que de alguna u otra manera nos arreglaríamos para imitarlas. Pero esto fue sin duda una esperanza desesperada, pues, ¿qué le permitía creer que un pueblo insurgente, cortado de sus raíces propias, podría importar y asimilar una sabiduría ajena? El quiso creer que ello podría hacerse mediante una adecuada elección del marco institucional, legislativo.

En efecto, de otro lado, y curiosamente para un admirador de lo que podríamos llamar el “mos britanicus”, Bolívar fue un decidido partidario de la codificación del Derecho, tanto del público, o concerniente al estado, como del que regula la sociedad civil y el mensaje que acompaña a la Constitución Vitalicia lo demuestra. El llegó a decir en esa oportunidad que la verdadera libertad “es la libertad civil”. Semejante dicho, en el mundo moderno, no es el propio de un tribuno de la plebe, cosa que, podemos concluir, él no fue.

Hay así en Bolívar una muy revolucionaria y napoleónica confianza en el poder de la legislación, que contrasta con su anglofilia, de signo en principio opuesto, sobre un común denominador elitista. Dígase en su descargo que en esa etapa ejercía gran influencia el filósofo y jurista inglés Jeremías Bentham –Bello fue en Londres su secretario o bibliotecario- quien propugnaba por su parte la idea de codificar la casuista “Common Law”. Por lo demás, esta idea de Bentham tuvo su aplicación más característica en la transferencia, codificada, del espíritu del Common Law a la India. Quizá las circunstancias propias de América Latina llevaron a Bolívar a dar con una solución, mutatis mutandis, parecida, en lo que a la garantía de la libertad civil se refiere.

Este aspecto del pensamiento de Bolívar no tuvo tiempo de plasmarse en la práctica. Seria Bello, con cierto precedente del peruano Vidaurre, quien empezaría la codificación en América, en su romanista Código Civil. de otro lado, no siendo jurista, no creemos que Bolívar teorizaba mucho en ese extremo, ni que tuviera plena conciencia de los elementos e instrumentos conceptuales implicados; acaso ni siquiera lo percibió como antitético. Simplemente. Llevado por su genio natural, llegó espontáneamente a esa salida.

En todo caso creemos necesario subrayar la paradojal convivencia en el pensamiento del Libertador de lo que podemos llamar el empirista “mos britanicus” con la racionalista creencia en la codificación, que le da un viso napoleónico. Esta dualidad marca sin duda toda su carrera, pero llega a su manifestación más acentuada en la Constitución Vitalicia, para entender la cual se nos antoja indispensable.

Es así que Bolívar creyó necesario forjar, si cabe el pleonasmo, como receptáculo para la recepción de la sabiduría política inglesa, una organización cesarista, con un complejo parlamentario tricameral, elegido por voto indirecto, aunque no censitario, y Jefatura de Estado, Presidente vitalicio. Vemos que el motivo de lo vitalicio le rondaba empece a su rechazo de la monarquía, con la particularidad que aquí el Presidente designa a su sucesor. Pero en cierto modo, en esa Constitución, el presidente reina, no gobierna, en una solución un tanto similar a la actual Constitución francesa. Las tareas del Ejecutivo recaen en los Ministerios, responsables ante una de las Cámaras, como en Inglaterra ante los Comunes. Todo ello constituye, pues, una audaz y seguramente imposible simbiosis del modelo británico con la influencia de las constituciones napoleónicas, inclusive la imperial, aunque esto requiere mayor análisis.

Por lo demás, no se habían producido todavía en ninguna parte las reformas del régimen electoral que habrían de traer una democracia igualitaria; así el rechazo del voto censitario por Bolívar era ya un progreso. También es digno de nota su concepción de las relaciones del Estado con la Iglesia, no obstante su confesión de fe católica.

Pero lo importante en todo caso es que Bolívar no pensó la Constitución Vitalicia en abstracto; la pensó para  él,  para    mismo.  Como  si   hubiera   de   durar
siempre, y es así como se explica ese monstruo político bifronte.

7.- El declive.-

Con esto ponemos el dedo en la llaga. La disconformidad principal se da en Bolívar entre la altura generosa de sus miras vistas en abstracto y el egocentrismo instintivo de su manejo político práctico; pero, resulta aquí imposible saberlo, cuál era la mezcla exacta de ambición y apego egoísta al poder con la vocación de servicio y, sobre todo, el temor al desorden, al caos, engendrador de la tiranía. En todo caso, Bolívar se creía sinceramente indispensable y creía indispensable también gobernar con los suyos, imponer su gente de confianza.

Recuérdese que cuando Bolívar vino a asumir el mando en el Perú, dejó en Venezuela como su lugarteniente a Páez, en Quito a Flores, y pronto surgiría como nuevo Estado Bolivia bajo la égida de Sucre. Todos venezolanos, salvo Santander, quien quedó en Bogotá como Vicepresidente de la Gran Colombia. Más tarde se haría sustituir temporalmente allí por Urdaneta, también venezolano. Era inevitable que otros percibieran una incompatibilidad entre sus altas miras y sus métodos de gobierno personal, y ello implica que al fin y al cabo, luego de consumada la gesta libertadora, su carrera política se hizo borrascosa mientras su estrella iba declinando.

El Perú tributó a Bolívar homenajes inigualados, y se atesoran   en   las   cavas   más  seguras  de  Bogotá  y
Caracas joyas como la célebre espada que ostenta el nombre del país, y la esmeraldina corona de laureles del Cusco, expresión de nuestra generosidad, o nuestra adulación, pero no bien partido Bolívar de Lima, el Perú tomó partido contra él, revocó su constitución, intervino contra Sucre en Bolivia y hasta le hizo injustificablemente una estúpida guerra. Aun antes de su regreso a Bogotá, por las calles y tertulias de Lima corrían coplas o letrillas sobre el paso

“del poder de Don Fernando
al poder de Don Simón.”

Pero no fue mejor su suerte en Colombia, ni en la misma Venezuela. Bolívar generaba en torno suyo sentimientos encontrados y a la postre adversos. Algún mal humor embrollaba su juego y esa su energía formidable, que era admirablemente creadora, podría decirse demiúrgico, en los momentos felices, podía también ser usada de manera nefasta, terriblemente destructiva.

No queremos ilustrar este aserto con hechos, dándole el beneficio del dicho latino “de mortibus solus bonus”, o bonum – mi fuerte no es el Latin; evoquemos aquí solo lo mejor sin arrogarnos la competencia del juicio final; pero aún así la explicación racional de su mala suerte no podemos dejar de redondearla, sin que por eso estemos en condiciones de apreciar el final de su carrera en Colombia, después de su estada en el Perú. Es sabido que de gobernante legítimo pasó a dictador, gobernante de hecho, y hasta en esa circunstancia hubo de dejar pasar como suyas las mismas ideas monárquicas que siempre había combatido.

En todo caso su estrella y su salud descendieron, primero poco a poco, después precipitadamente, al parecer, sobre todo a raíz del episodio nocturno en que doña Manuelita Sáenz le salvó la vida, hasta la postración y amargura de su temprana muerte en San Pedro Alejandrino, cerca de Santa Marta. Es digno de nota que en sus últimos días Bolívar fue objeto de la solícita hospitalidad de un español. Muerto, despareció el obstáculo, su presencia física, que eclipsaba su gloria. Puede decirse que sólo la tumba le devolvió su pedestal.

La evolución actual en América Latina tiende a confirmar que nuestros pueblos se han orientado por fin a instituciones genuinamente democráticas, caracterizadas, esperemos, por el pluralismo, la alternación en el mando y los partidos de masas, en un sentido que habría sido demasiado pedir que Bolívar lo previera.

8.- La visión anfictiónica.-

Queda su visión federativa, que él, en exaltado culto a la antigüedad clásica, inculcado por su maestro Rodriguez, llamaba “Anfictionía”. La idea en lo esencial está ya delineada en la Carta de Jamaica; pero su intentada concreción hubo de esperar a la victoria final. Así el congreso anfictiónico de Panamá fue convocado desde Lima.

Ya en la Carta de Jamaica Bolívar comprobó que el imperio español en indias se fraccionaria en Estados independientes, siguiendo las grandes circunscripciones virreinales. Su consabido realismo le impidió soñar con los Estados Unidos hispanohablantes, por oposición a los  angloparlantes del Norte. Moderó su sueño a una alianza, pero ésta tampoco llegó a concretarse. Como se sabe el tratado celebrado en Panamá no recibió ratificación alguna, y el Congreso, acogido por México, murió de inanición en Tacubaya. Ciertamente la decepción de Bolívar fue grande. En su desilusión, soñó, también infructuosamente, con la ya mencionada Confederación de los Andes.

Quedó la idea. Bolívar pensó que su anfictionía fructificaría bajo la protectora vigilancia del león británico. Creo yo que no hay que exagerar en tal sentido el alcance de la célebre carta escrita en un momento de desengaño y de impaciencia, desde Lima, a Santander.

Pero hay un hecho de base innegable. Bolívar puso su confianza en Londres y desconfió siempre de Washington y de la doctrina Monroe. Fue Santander quien invitó a los delegados norteamericanos a Panamá, pero llegaron tarde. Por lo demás, ya por el Tratado de 1818, Estados Unidos y la Gran Bretaña habían aceptado moderar recíprocamente sus miras en América, lo que a la postre implicaría el reconocimiento de la hegemonía norteamericana.

México, bajo su Ministro de Relaciones Exteriores, Alaman,  trató  de  revivir la idea bolivariana; luego vino,
entre otros intentos, el turno del Perú, en los Congresos de Lima de 1848 y 1864. Pero todo quedó en buenas intenciones, probándose en fin de cuentas que en el siglo pasado los países hispanoamericanos fueron incapaces de concertar su acción y dotarse de un liderazgo común. Fue más tarde el rol hegemónico de los Estados Unidos en el Continente lo que, por acción y reacción, dio lugar a lo que sería un día el Sistema Interamericano. Luego de la crisis de la Habana en 1928 en torno al principio de la no intervención, el Panamericanismo funcionó pasablemente bien desde que los Estados Unidos, bajo Roosevelt, adoptaron la política del “buen vecino”, y eso permitió, con alguna excepción, nuestra participación coordinada en el esfuerzo bélico durante la Segunda Guerra Mundial.

Pero, por desgracia, una colaboración que para nosotros tocaba a lo esencial de nuestra política, resultó ser marginal para la gran potencia del Norte. Salvo la etapa pasajera de la Alianza para el Progreso, en los años sesenta, la colaboración Norte-Sur en el continente americano se ha venido desvaneciendo año tras año.

En su reemplazo parece estar surgiendo ahora una forma de liderazgo mancomunado de los gobernantes democráticos de América Latina, que acaso sea el momento por fin auroral de la visión que Bolívar quiso profética. Esto hace tanto más actual su pensamiento en lo que atañe a su ideal federativo de la gran nación latinoamericana.

Podría terminar con esta nota optimista las presentes palabras en memoria del héroe; pero, perdonad señores, hay algo, la coda final, que me falta.

9.- El Ariete y la Muralla.-

He mencionado a propósito de Bolívar la dialéctica aguerrida del ariete y la muralla. Recojo la idea de una memorable lectura del politólogo francés Bertrand de Jouvenel, en su libro publicado en castellano bajo el titulo “Teoría Pura de la Política”. Su idea es básicamente una tipología, o una polaridad. El dice que hay hombres políticos ariete, y otros murallas. Obviamente esto vale también para los grandes Jefes militares, pero lo más interesante es la aplicación de la idea a la política. En todo caso, se supone un contexto de oposición, aunque no necesariamente violenta; de polemología, diríase en el lenguaje pedante al uso.

Y bien, Ariete es el jefe político que se fija un objetivo, concentra sus fuerzas y ataca, o embiste, hasta el éxito, o en la demanda perece, según diría el poeta. Muralla es, obviamente por oposición, el hombre político que debe defender un conjunto de posiciones adquiridas y pelea en varios frentes, contraatacando si hace falta, por así decir, con movimientos por líneas interiores, pero básicamente en actitud defensiva. En fin, creo resumir así lo esencial de la tipología de Jouvenel y para más detalles me remito a su obra.

Ahora bien, en este esquema Bolívar es por excelencia un ariete, diríase, químicamente puro. Primero militarmente Bolívar fue un ariete no tanto porque se distinguiera en sitios o asaltos a murallas, que casi no las había en América (Cartagena, el Callao…). El fue ante todo un guerrero de la movilidad y la sorpresa, hecha de marchas y contramarchas por selvas o desiertos, nadando a contracorriente el Orinoco, o remontando el Ande, los enjutos glúteos encallecidos de tanto cabalgar, la tez curtida al sol y al viento. Físicamente la muralla de la dominación española en América fue ante todo la propia geografía americana, que a ambos bandos, repitiendo la hazaña de los conquistadores, pusieron a dura prueba.

Bolívar fue así militarmente ariete más bien en un sentido figurado, metafórico, a campo traviesa, porque siempre procuró tener la iniciativa y su dinámica fue eminentemente ofensiva: doblegar las defensas de los peninsulares. Pero bien visto, esto vale no sólo en el sentido militar sino en el político. Se piensa que cada etapa histórica produce al hombre que encarna el destino; el de Bolívar fue por antonomasia servir de ariete o flagelo demoledor de la dominación española.

Ahora bien, además de la oposición tipológica entre el ariete y la muralla, hay una dialéctica entre ambos, si se nos permite abordar de este modo en torno al célebre tema hegeliano, al parecer mal llamado “dialéctica del amo y del esclavo”, y que mejor debería decirse del “señor y el siervo”. Como quiera que esto sea, la dialéctica del ariete y la muralla se produce, propiamente, cuando el combate ya ha cesado, siempre que ello fuere con el triunfo del primero. Triunfante el ariete, le suele tocar a su vez convertirse en muralla, y es aquí donde surge la dialéctica. Esta dialéctica se ha resuelto históricamente de muchas maneras diferentes. Se frustró, por ejemplo, en el fracaso final de Napoleón, o el de Hitler, digamos felizmente.

En cambio, aparte el caso de Bismarck, una instancia exitosa de la dialéctica viene a ser, para bien o para mal, el paso de Lenin a Stalin, con la rivalidad intermedia del ariete Trotsky. Pero no nos alejemos de nuestro tema. Bolívar, triunfante, hubo a su vez de intentar convertirse en muralla para conservar la independencia adquirida y consolidar su obra, al menos como él la veía. Pero sus tácticas eran demasiado ofensivas y vehementes, y ello le quitó quizá la paciencia de largo aliento necesaria para la empresa constructiva –además que la vida se le iba-, lo que generó en torno suyo anticuerpos que a la postre frustraron su intento. En suma el proceso de la conversión del ariete en muralla se resolvió en Bolívar también en un fracaso. Ariete químicamente puro, por así decir, cuando quiso convertirse en muralla no pudo. Sin duda ese destino no era para él; el suyo ya lo había cumplido hasta la saciedad, y por eso quizá su temprana muerte.

Si bien, como humano, fue en tal sentido limitado, su vocación y carácter los bebió hasta las heces mismas de la vida: por eso nos queda su ejemplo, y su visión a la vez grandiosa y angustiada de nuestro futuro.

El cura Choquehuanca le dijo a su paso por una aldea serrana del Perú: “Vuestra gloria crecerá como crece la sombra cuando el sol declina”. Palabra profética; quizá la  posteridad  de  Bolívar ha sido más bien una sombra,
la de nuestras carencias y nuestras frustraciones. Pero ¿qué decir de su séquito hoy en día?

Ni arietes ni murallas, puesto que se trata justamente de expulsar en definitiva de entre nosotros el contexto bélico.

Se hace así plenamente actual la visión anfictiónica de Bolívar como imperativo de una obra común de paz, de libertad, de justicia, y si ha de haber alguna lucha, que ella sea el productivo empeño porque se abra finalmente para nosotros una prosperidad segura, tantas veces pospuesta.

Los tiempos han cambiado, pero cabe pensar que allá arriba, como se lo oí decir una vez al Premio Nobel Asturias, él es de los que no duermen nunca, sigue velando por nosotros.

He dicho.

Berna, 24 de julio de 1987
(Publicado en el libro ”Bolívar y varios ensayos Conexos”, IIPCIAL, Lima 2007)
SIMON BOLÍVAR

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