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martes, 29 de enero de 2013

URGE LA PENA CAPITAL

URGE LA PENA CAPITAL
Antonio Belaunde Moreyra
Abogado y Diplomático en retiro
 

A quienes se la merezcan

Para sustentar la tesis expresada en el título del presente ensayo, es necesario primero dar un paso atrás, para luego emprender paso a paso, una marcha segura.

Que yo sepa la última vez que se aplicó la pena capital en el Perú fue a un débil mental a quien se involucró en un caso de espionaje, todo ello para declarar persona non grata al Embajador Bulnes, apellido histórico, Jefe de la Misión de Chile, quien además era un cumplido caballero. El contexto político fue el diferendo del Beagle que casi lleva a la guerra a los dos estados del Cono Sur.

Los argentinos, que estadualmente nunca nos habían ayudado, pretendían que el Perú terciara con las armas a favor de ellos en este asunto. Felizmente, tal propósito no llegó a culminar, sin duda, merced a la Providencia. Quien pagó los platos rotos fue el Embajador Bulnes, amén del victimado. En realidad eso no fue jurídicamente una pena capital sino un asesinato, en particular porque tal pena sólo era aplicable según nuestra Constitución vigente a la traición a la patria en tiempo de guerra. Los Agregados castrenses chilenos involucrados en el caso fueron despedidos con bombos y platillos. No siempre se juega limpio al pensar: “Entre gitanos no nos leemos la suerte”.
El tema de la pena capital es hoy de plena actualidad en el Perú y contra lo que las izquierdas suelen decir, el pueblo reclama esa pena airadamente ante el evidente incremento de la criminalidad y hasta a veces la creciente frecuencia de la tendencia popular a hacerse  justicia por las propias manos:
-         ¿Quién mató al gobernador?
-         Fuente Ovejuna, señor
-         ¿Y quién es Fuente Ovejuna?
-         Todos a una
No hace mucho ocurrió una situación de éstas, en el Departamento-Región-Puno.

Empero, me parece que hay algún desorden y precipitación en el manejo gubernamental de esta materia. Se habló primero de pena de muerte para el abuso sexual de menores seguido de asesinato; después se viene hablando de condena de muerte a los terroristas, así de un modo general poco técnico desde el punto de vista legislativo. Cierto que este tema ha sido potenciado por el manifiesto e indignante exceso con que la Corte de San José de Costa Rica ha sentenciado el caso de la Cantuta. Hace falta establecer el nexo que hay entre estos dos subtemas o capítulos distintos de la misma temática. Tal nexo es lo que necesariamente habrá de determinar la verdadera naturaleza, propósitos y fundamentos jurídicos de la pena capital entre nosotros. A ello quiero dedicar el presente ensayo.

1. NO ASESINARÁS

Antes de proseguir el análisis de i punto de vista es necesario salvar una objeción, hecha más por incrédulos que por creyentes, pero tiene una base bíblica. A tal propósito se suele aducir el mandamiento del Decálogo que en la versión castellana usual rezaría:
No matarás
Mi hermano José, quien tiene serios conocimientos bíblicos, me dice que en la versión hebraica original del Decálogo de Moisés, el mandamiento reza:
No asesinarás
La diferencia es evidente porque ajusticiar previa decisión, es decir sentencia, de una judicatura impecablemente establecida, no es asesinato.

Hoy día hay muchos clérigos olvidadizos o mal formados que hacen suya la precedente objeción; pero la historia de la Santa Iglesia no los secunda. Es cierto, según parece, que en los primeros siglos la Iglesia Cristiana rehuía ese castigo irreversible ya que le recordaba el martirio y las persecuciones, en que lógicamente no deseaban recaer. Sin embargo, ante la ineludible necesidad social las cosas fueron cambiando con el tiempo. La Jerarquía  Eclesiástica, se dice, nunca ejecutó a nadie por mano propia, antes bien entregaba el reo a la autoridad civil. Sabemos por ejemplo que así actuaba el Tribunal de la Santa Inquisición.

La Inquisición fue fundada en oportunidad de la llamada Cruzada Albigense, que ocupó poco más o menos la primera mitad del siglo XIII y significó el dominio de los señoríos del Sur de Francia por lo grandes señores del Norte (sobre todo Simón de Monfort, homónimo del que actuó en la Magna Carta). Además produjo la ampliación del Dominio Real de la Monarquía Capeta, el cual dominio ya había sido considerablemente ampliado merced a la victoria del rey Felipe Augusto en la batalla de Bouvines. Todo esto está ligado a la fundación de los “frailes predicadores” (dominicos). Tengo la impresión que hay un limbo o nimbo en cuanto a la actuación que cupo en todo ello a Santo Domingo de Guzmán, el amigo del poverello, el dulce San Francisco de Asís, fundador de los “frailes menores”, uno de los cuales, su coetáneo, es mi patrono San Antonio, que muchos llaman de Padua pero otros de Lisboa. En fin, podríamos continuar, pero con esto basta salvo que la Inquisición de Santo Domingo no fue la misma que la de Torquemada.

Volviendo al punto que dejamos en suspenso, no sé si la calificación de “crimen atroz” sea técnicamente suficiente desde el punto de vista de la normatividad legislativa penal para los fines de una cabal tipificación de los delitos, tales como: el homicidio, el secuestro, el abuso sexual y Dios sabe cuántos más. La precedente es una firme convicción jurídica mía, pero no tengo tal especialidad forense.

Sólo recuerdo haber conocido, más bien, casualmente, un gran penalista peruano, el maestro Manuel Abastos, quien fue profesor en la Universidad de San Marcos; no fui su alumno, ya que estudié en la Católica, donde me enseñó Derecho Penal el profesor Piaggio, muy serio y conocedor de su curso, y no omitía esfuerzo para formar en conciencia a sus alumnos, pero creo no alcanzaba la amplitud y la elevación doctrinaria del profesor Abastos en esa rama del Derecho. Su caballo de batalla era los dos tomos de Cuello y Calón.

Una tarde estábamos reunidos en el salón de embajadores de Torre Tagle discutiendo a alto nivel el castigo que debía aplicarse a los terroristas, a quienes sus simpatizantes llamaban “guerrilleros”, y a la defensa del estado la llamaban “guerra sucia”. En este espíritu, cierto abogado limeño, aun vive, cuyo nombre, por vergüenza ajena, prefiero omitir, sostuvo que a los “guerrilleros”, si hubieran de ir a la cárcel, debería ser una cárcel dorada con piscina, salón de billar y cosas por el estilo, más todas las gollorías imaginables. Entonces, el profesor Abastos se limitó a decir, sin el menor tono polémico:

“La pena de muerte es dura. En la pena de internamiento (que era la más alta entonces y duraba 30 años), durante todo el año inicial el reo permanece incomunicado y en total aislamiento para que interiorice la conciencia de su culpa y después de eso, poco a poco tal rigor se va suavizando hasta que da lugar a permisos vespertinos de de salida, y cosas por el estilo al final del periodo carcelario. La pena es dura”.

Entonces, yo, que era todavía joven le dije:

-La pena es una venganza

El no rechazó esta aparente audacia. Claro que la idea no era mía, ya lo había leído en la Ética de Max Scheler, autor que sin duda, el profesor Abastos conocía a su vez.

Todo buen católico sabe que el cristianismo es una religión misericordiosa pero hay un salmo que reza:
“Tu eres un Dios de perdón,
Y un Dios vengador de nuestras maldades”.

Dentro de mi atrevimiento, pienso lo lógico, es que Dios perdona y después castiga, por eso nos manda al purgatorio sin lo cual no podríamos contemplar su rostro en el cielo; pero el hombre no es Dios, no tiene ni la omnisciencia ni la omnipotencia, ni el infinito amor del Ser divino; en razón de eso en la vida de interrelación social el hombre se ve obligado a castigar primero para poder perdonar después si hubiere lugar.

Claro que en este asunto hay dos planos o niveles: el interno íntimo, y el externo o social. Íntimamente se debe perdonar siempre y debe ponerse la ofensa en el altar de Dios. Pero en el externo el castigo resulta indispensable e ineludible. Sólo se le puede negar o por tonto o por hipócrita. Si se me permite el grueso lenguaje coloquial, uno de mis jefes de juventud diría: “Tal es el proceder de un pendejo que navega con bandera de cojudo”.

Hay quienes creen que el apotegma jurídico romano duralex sed lex significa que la ley se impone aunque sea injusta. Tal resulta a mi entender una inane desinteligencia. La ley debe ser siempre justa, no importa cuán dura sea.

Volviendo a mi expresión ya mencionada sobre la pena como venganza, la idea no era mía como ya dije, la había leído en un pasaje de la Ética de Scheler; este es un pensador que ha sido olvidado lastimosamente. Yo lo considero el más grande discípulo de Husserl, aun más que Heidegger, quien continúa en boga. Scheler es el mayor fenomenólogo de la axiología y la moral, no es un jurista, si bien por cierto, tenía plena conciencia del contenido moral del Derecho. Lo que yo tenía en mente es que el Derecho es un alto ordenamiento normativo y el delito lo quiebra. Esa quiebra requiere ser restaurada a costa del que la ha causado. La función prístina de la pena es restaurar el ordenamiento jurídico y eso en la historia del ser humano es el sentido general primigenio de la venganza, aunque diera lugar a exageraciones como el Talión, “ojo por ojo, diente por diente” que felizmente ha quedado atrás. Esto es igual entre indogermanos, semitas, et al, es decir, la Antropología Jurídica, como la ciencia Antropológica en general demuestra la unidad de la especie humana, como lo dijo el gran antropólogo norteamericano, profesor Sapir, pero quién sabe en el Perú de estas cosas? Los que sabemos algo de la Teoría y la Historia del Derecho comprendemos que el sentido de la pena vel venganza es desterrador, reparador, justiciero y ese es el trasfondo del Derecho Penal, inclusive la incomprendida y vapuleada pena de muerte. Claro que hay otros aspectos del Derecho Penal, tal como la reeducación y la readaptación a la convivencia social con un sentido productivo y cosas por el estilo, todo eso es cierto y válido, pero no es el núcleo de dicha rama fundamental del Derecho. La otra es el Derecho Civil.

Se dice que la pena capital frustra la readaptación, la hace imposible; pero es posible la readaptación de un delincuente empedernido, contumaz? A mi entender el ensañamiento descalifica, pero ya lo digo, esto es una convicción personal. No soy un especialista del ramo; pero dudo que la opinión contraria de un experto sea un razonamiento mejor fundado.

Claro que siempre existe el riesgo del error judicial; pero normalmente en una recta y capaz administración de justicia, el error judicial debe llegar a ser un caso fortuito, o tender a ello. También hay casos fortuitos en otros órdenes de cosas, por ejemplo, los transportes: aéreo, marítimo, terrestre, y sin embargo, no por eso, las gente deja de viajar. En una judicatura seria y bien constituida, el riesgo de error judicial debe reducirse al mínimo, tender a cero. La norma jurídica no puede basarse en el caso fortuito, tiene que basarse en el valor intrínseco de los bienes protegidos. El recientemente instaurado presidente de nuestra Corte Suprema dijo que su tarea consistía en hacer del Poder Judicial una rama, un órgano, digno del Estado de Derecho en su pleno valor axiológico, es decir, moral. Hace mucho tiempo que no se oía en el Perú, algo similarmente serio y verdadero. Esto me recuerda el dicho del profesor republicano español Recacens Siches:

“El derecho es el mínimo de moral indispensable
para la convivencia humana”

  1. INDOLE PENAL DEL TERRORISMO

En lo que toca al terrorismo debo hacer una reflexión específica que tampoco es mía, la leí en una brillante tesis universitaria de un joven abogado peruano, Carlos Chirinos, amigo de mis hijas; según él explica desde el punto de vista penal, el terrorismo propiamente dicho no es un delito, sino una familia de delitos, cada uno de los cuales está sancionado de por sí por la ley sin necesidad de revestirse del carácter terrorista. Un caso fácil de entender es por ejemplo el crimen u homicidio pasional, que es terrible pro no terrorista. Lo propio del terrorismo es que usa el terror como instrumento político. Su peligrosidad y antijuricidad específica consiste en el propósito de espantar, aturdir y en suma desarticular la defensa de las fuerzas del orden. El terrorismo normalmente se perpetra mediante un acto criminal atroz; pero dicho esto se debe reconocer que no todo acto terrorista merece la pena de muerte, por ejemplo, la voladura de torres de transmisión eléctrica, delito tan frecuente un tiempo entre nosotros y de cuya peligrosidad social y económica no cabe la menor duda, pero a mi entender no merece la pena de muerte pues opera sobre cosas y no sobre seres humanos, de modo que no tiene sentido llamarlo cruelmente atroz. Carlos continúa ahora ejerciendo la profesión con igual brío en el dominio del Derecho Ambiental, en el que le deseo la mejor suerte.
Otro argumento usual contra la pena de muerte es que ella no disuade al delincuente. Tal defecto puede ser cierto en casos excepcionales, movidos por una pasión desorbitada, moralmente culpable, pero en sí mismo es un ignaro sofisma. Quien quiera sepa algo de la Historia Universal conoce perfectamente cómo la elevada civilización que alcanzaron las naciones europeas ha sido posible por el hecho que durante mucho tiempo, largos siglos, la penalidad en ellas fue sumamente severas. Poco a poco a medida que la criminalidad bajaba la penalidad se aminoró también, no sin debates ni disputas. Nosotros hemos imitado a Europa en la fase ya muy avanzada de este proceso. Concretamente, el código penal que rigió en el Perú casi a todo lo largo del siglo XX fue una adaptación prácticamente literal del código suizo, hecha por un notable hombre público, don Víctor M. Maurtua, por lo demás, maestro de mi padre en lo que toca a la problemática limítrofe.

Puedo agregar que un inteligente y entonces joven penalista peruano, profesor de San Marcos, se vio obligado a abandonar el país y encontró refugio en Suiza, justamente como profesor de Derecho Penal en la Universidad de Friburgo; allá hicimos amistad. Se llama Juan Hurtado Pozo. El ingresó a esa célebre Universidad católica porque su preparación profesoral y profesional era sustancialmente la misma que se imparte en las universidades suizas. Donde quiera que esté le envío un cordial saludo.

Quisiera yo por mi parte dar un argumento personal a favor de la pena de muerte. Me inclino a pensar que sin legislar la pena capital, es decir, sin situar la cumbre en lo absoluto no es ya una jerarquía segura la estructura de la penalidad y esto desgraciadamente ocurre en el Perú: la jerarquía de las penas queda flotante.

En tal sentido el caso más lamentable que conozco es el de una gringuita que se involucró con el MRTA. Le dieron la  pena vitalicia de privación de la libertad, no obstante que su responsabilidad no era propiamente la comisión de un delito, sino una forma de complicidad, culpable sin duda, pero lejos de llegar a ese extremo. En su caso, además, de las consideraciones propiamente jurídicas parece haber habido el deseo de expresar una independencia judicial o política frente a presiones y prestigios extranjeros. Esta pobre mujer, de apellido Berenson, que dicho sea de paso, es el nombre de familia de quien fue en su tiempo el más autorizado conocedor de la pintura renacentista italiana; ignoro si hay una conexión familiar o consanguínea entre ellos, pero es verosímil porque los padres de Lori Berenson pertenecen al medio universitario norteamericano. Ellos han tratado de mover influencias para atenuar el rigor de la condena, pero el criminal atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, puso coto a tal intento. Queda el hecho que la pena es injusta y debe ser revisada, aunque ya el daño sea en gran parte irreparable. Encuentro en esto un encebamiento, que es una de las formas preliminares de la atrocidad. Diré de paso que a mí las Torres Gemelas nunca me gustaron, pues destrozaban la armoniosa sky line de Manhattan (lástima, dicen que en cuestiones de gustos no han escrito los autores).

  1. LA VENENOSA CLÁUSULA
DEL TRATADO DE SAN JOSÉ

Por cierto, nos falta tratar el punto clave de toda esta argumentación, uso el adjetivo “venenosa” en el sentido del inglés obnoxious, cual es la cláusula contenida en el Pacto de San José según la cual ningún Estado Parte  puede restaurar la pena de muerte en la medida en que previamente la haya derogado. Hay quienes sostienen que esta bendita cláusula crea un obstáculo insalvable para la restauración de la pena capital en el Perú en estado de paz, es decir, de paz internacional, cualquiera que sea el desorden interno.

Se dice que para restaurar la pena capital habría que denunciar el Pacto de San José. Tal idea, o cosa, es por cierto inaceptable, totalmente improcedente. No se puede denunciar un tratado de Derechos Humanos, pues los derechos humanos o son Jus Cogens o están muy cerca de ese nivel jurídico. El jus cogens es derecho natural y en ello radica su insoslayable obligatoriedad. Por lo menos, son jus cogens lo que se llama Derechos Humanos de Primera Generación o sea los Civiles y Políticos, que fueron objeto del primer Pacto de Derechos Humanos de las Naciones Unidas abierto a la firma de los estados, si mal no recuerdo en 1964. Los Derechos Civiles y Políticos son jus cogens, a mí entender, al mismo título que el llamado Derecho Humanitario aunque éste concierne a otras clases de situaciones jurídicas: el uso colectivo o más bien generalizado de las armas, en situaciones bélicas fuere internacionales, fuere internas.

¿Qué hacer entonces? A mi entender, la referida cláusula impertinente, por no llamarla cláusula de marras, debe ser incumplida sin ningún miramiento ni escrúpulo. Sería ridículo pretender que ella constituye jus cogens; tal pretensión desconocería el hecho que la cláusula pretenda obligar a ciertos estados y no a otros. El jus cogens no rige así. Además, la supuesta obligación estipulada en esa cláusula de renunciar a la defensa del Estado contra la criminalidad atroz del delito con ensañamiento es una norma vacía pues carece de causa jurídica.

Me explico, la noción jurídica de causa, de origen, como siempre romano, puede ser una de las más sutiles y más variadamente legisladas en cualquier sistema de Derecho; pero en sí la idea es muy simple:
Dada una obligación sinalagmática, la prestación de una de las partes es causa de la contraprestación de la otra y viceversa. Tal es el quid de la cuestión; sin perjuicio de ello tienen también causa actos jurídicos unilaterales, la donación por ejemplo, en virtud de la autonomía de la voluntad.

En suma, la causa es un ingrediente esencial de la categoría jurídica de la obligación, una supuesta, una supuesta obligación sin causa es intrínsecamente nula.

Ahora bien, el Estado Peruano habría renunciado a su autodefensa ante las formas extremas de criminalidad, pero ¿quién es capaz de suplirlo en esa función, de ejercer en su lugar tal responsabilidad social de orden público? Nadie. Nadie puede, ni nadie debe suplir al Estado en la defensa de su orden interno porque esto añade al Dominio Reservado inherente a la Soberanía. La Soberanía es el núcleo central de la índole jurídico-política del Estado (en su origen atributo divino).

Una vez en un seminario en la universidad alemana de Münster, maravillosa ciudad histórica a la que fui invitado, un delegado chileno allendista se permitió decir que el Estado debe morir, debe dejarse perecer, antes de violar el Derecho. Me pareció un histérico. Todo lo contrario, el primer deber del Estado es mantenerse vivo, conservar su fuerza, sin lo cual no le sería posible asegurar la vigencia y el cumplimiento del orden jurídico, es decir, no le sería posible instaurarse en un legítimo y verdadero Estado de Derecho. El Tribunal de San José se permite ignorar esta índole intrínseca de la naturaleza del Estado, se permite pasar por alto la soberanía estatal, cosa que nunca ha hecho la Corte Internacional de Justicia, la cual debería servirle de modelo. Pasemos al caso de la Cantuta.

  1. LA VIOLENCIA TERRORISTA EN EL PERÚ

El hecho condenado en tal ya célebre caso fue la indispensable respuesta inmediata al atentado terrorista de la calle Tarata, en Miraflores. Tal atentado que el Tribunal desconoció, que es ignorar adrede, tuvo una muy grave peligrosidad, fue perpetrado con ánimo de obtener una eficacia terrorista de mayor magnitud.

Quien sepa un poquito de la historia de México, sabe que el ejército de don Porfirio Díaz se derrumbó a consecuencia de un insignificante episodio provincial sin ningún peso estratégico, por no haber sido prontamente respondido. Eso tuvo las consecuencias políticas que todos los sabemos: la trágica Revolución Mexicana, con su millón de muertes. Igualmente Batista cayó en Cuba ante un hecho armado militarmente insignificante y al fin y al cabo, ¿fue eso para bien o para mal? Así en el Perú estamos en el pleno derecho de defender el orden interno cualquiera que sea la intromisión del Tribunal de San José.

Para completar mi pensamiento quiero decir lo esencial sobre la manera en que entiendo la historia de la violencia terrorista en los últimos veinte o treinta años en mi país, el Perú.

Esa violencia estalló al subir al poder mi primo hermano, el arquitecto Fernando Belaunde, éste, en una sobrestimación de su popularidad, creía inimaginable que le pudieran hacer semejante cosa, y pensaba, me consta, que el Prefecto de Ayacucho era un cobarde. Cuando lo que realmente sucedía terminó por hacerse palmario, el Presidente dio mano libre a las Fuerzas Armadas, las cuales, por falta de experiencia cometieron excesos reprobables, cuyo efecto no podía dejar de ser contraproducente. Con todo ese rumbo era susceptible de ser enmendado y lo estaba siendo cuando el mal encontroso episodio de Uchurajay, en el que no hubo responsabilidad alguna de nuestra fuerza armada, fue malignamente explotado por la izquierda demagógica con lo que el gobierno, débil, se inhibió, se autoparalizó. No hay peor infierno que la debilidad. 

Eso continuó y aun empeoró durante el gobierno siguiente. En cierta ocasión el Jefe de Estado tuvo apreciaciones insensatas sobre la calidad moral de la subversión terrorista, fundadas sin duda en el pasado de su propio partido y también, quizá, en una influencia celular trotskista. Esto y el caótico desbarajuste económico frustraron toda posibilidad de domeñar la subversión.
           
Vino Fujimori, pero con una ceguera incomprensible el Congreso le abrió un segundo frente en el orden interno sin entender que la cuestión de vida o muerte era derrotar a la subversión terrorista. Tal ceguera, fruto de nuestra deficiente tradición parlamentaria, hizo indispensable el llamado “autogolpe”, y, en efecto, muy pronto el gobierno asestó tremendos golpes a la subversión. Lástima, Fujimori tenía la visión política del luchador ambicioso, pero no era de la clase de hombre con miras éticamente elevadas. Como se decía en otros tiempos, no era un caballero a las derechas; nada, pues, de extrañar que terminara mal.

Además sospecho que la caída de Fujimori fue posible porque le había sido retirado el apoyo de la CIA, a consecuencia de encaramarse en el poder. No es que la CIA, agencia ducha en acciones encubiertas tuviera escrúpulos al respecto; lo que ocurrió fue que el imperialismo yanqui se basa en una propaganda democrática que no le es fácil desmentir demasiado descaradamente.

No he leído el informe de la así llamada Comisión de la Verdad y la Reconciliación y me propongo no hacerlo, pues en la medida en que estoy enterado, parte de una mistificación básica, la cual consiste en poner dentro de un mismo saco la agresión terrorista y la respuesta del Estado. Encuentro que esto es una falsificación repudiable; lo único que consigue es ilustrar con casos concretos la propaganda que el jesuita padre Mc Gregor hacía contra lo que él llamó “violencia oficial”, cosa increíble en un sacerdote católico y sólo explicable por alguna motivación emocional desviada.

Ellos no se dan cuenta que la respuesta represiva del Estado debe ser más vivaz que la inicial subversión terrorista ya que de otra manera se perpetúa. Esto fue exactamente lo que ocurrió en el Perú.

Lo que ha venido después está demasiado cercano y carecemos de la perspectiva necesaria para entenderlo. Pero una cosa es manifiestamente cierta: el fallo de la Corte de San José de Costa Rica consiste en una invitación cínica y subrepticia a que la violencia terrorista aflore en el Perú, nuestro país. No lo habremos de permitir, los buenos peruanos somos unánimes ante semejante desvergonzado e indigno reto.
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Quisiera terminar mi argumentación comentando una palabra de uso corriente en el idioma alemán. Cuando algo está jodido ellos dicen Es ist caput. La palabra “caput”  es latina y significa cabeza, capita (en francés da chef que se castellaniza en “jefe”, posiblemente con un reflejo de concomitancia arábiga), de donde viene capital, capitán, capitolio, etc. O sea, decir en alemán “das ist caput”, equivale a decir en español: “Esto está decapitado”. Se trata de un uso lingüístico procedente del periodo de formación del lenguaje de Lutero. Eso era así no sólo en Alemania sino por igual en toda la Europa del periodo feudal. Yo no deseo volver a ese periodo, ni lo menciono con nostalgia, pero sí considero indispensable extraer la moraleja que radica en la esencia de la naturaleza humana. De paso diré que es falso el dicho de Ortega y Gasset: “El hombre no tiene naturaleza, solo tiene historia”. No hay tal, el hombre tiene las dos cosas, su naturaleza se expresa a través de su historia.

Creo procedente agregar una consideración doctrinaria. Pretendo basarme en la doctrina clásica del Derecho Penal que floreció en Italia en el siglo XIX hasta que surgieron las novedades del positivismo lombrosiano; no niego que éste a su vez sea interesante, pero no le atribuyo más significación que un suplemento. Buceando en la biblioteca de mi padre, me ha sido dado comprobar que la teoría penal clásica se parece mucho a la teología moral de San Alfonso María de Ligorio, la cual es, sin duda, una de sus fuentes. En lo que toca al libre albedrío, supuesto clave de toda responsabilidad penal, ella se llega hasta el precristiano Aristóteles, particularmente, en su Moral a Nicómaco. Válgame esta visión retrospectiva como muestra de que lo dicho por mí no es un improvisación ni un mero invento.

POST SCRIPTUM

Durante el gobierno de Fujimori, tuvo lugar en Nueva York una reunión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas, dedicada al tema del terrorismo. A la sazón, yo era Asesor Jurídico del Ministerio de Relaciones Exteriores, como en varios periodos previos, y en tal calidad se me encomendó la representación del país en dicho certamen.

Por causas que me eran ajenas, llegué con ligero atraso y me dediqué en las primeras sesiones en que estuve presente a auscultar el debate. El fin de semana pergeñé un corto discurso utilizando sobretodo las ideas de mi amigo Chirinos que ya he mencionado y concluía diciendo que el terrorismo interno, puesto que es un acto de lesa humanidad, debe ser declarado delito internacional. Tal declaración no se había hecho y sólo se consideraba delito internacional  el asalto de naves, aeronaves o aviones, el magnicidio y cosas por el estilo.

En la mañana del lunes supuse que sería correcto de mi parte mostrarle mi breve discurso al Representante Permanente del Perú quien era un Embajador de apellido Guillén, grave error. Este, terminada la lectura me dijo: “hay que cambiar esto y poner esto otro adelante”, y yo indignado respondí: “De ninguna manera, aquí quien sabe de Derecho soy yo  y no tú”. Vino entonces el veneno: “Consultémoslo a Lima”. De inmediato mi texto fue transmitido por fax a Torre Tagle. Algunas horas después, el Secretario General, Embajador Ponce, respondió que tendría que aprobarlo el señor Ministro de Justicia.

Se trataba de un abogado de nombre pomposo, huachafoide y escaso prestigio en la profesión; pero sonaba mucho y por lo visto era muy celoso de lo que él creía fuese su incumbencia. Ponce informó además que el Ministro volaba esa tarde a Italia para asistir a un seminario sobre terrorismo.

En suma quedamos con los crespos hechos, no yo, sino el país, porque ya entonces no habría quien pudiera tomar la palabra en nombre del Perú en la Asamblea General durante ese certamen. La idea de hacer del terrorismo interno un delito internacional fue lanzada por el gobierno de Japón a raíz de la toma de su Embajada en Lima, pero eso, pasado tal episodio, era para ellos de una importancia marginal; para nosotros en cambio era absolutamente crucial. Tal cosa escapaba por supuesto a las entendederas del señor Guillén.

¿Será contar esto una vendetta? Quizá. En todo caso creo tratarse de un hecho de nuestra historia diplomática digno de quedar registrado.

Como quiera que ello fuere, es el caso que yo al ver desnaturalizada mi misión y carente de objeto mi trabajo, me sentí liberado de otra responsabilidad y dediqué los pocos días que me quedaban en Nueva York a visitar los estupendos museos de esa ciudad que antes se solía llamar de Magical city, no sólo los de Arte sino el de Historia Natural, donde en una oportunidad vi la exposición del Señor de Sipán, inmejorablemente montada, claro que esos museos me eran familiares. Pero el recreo de reencontrarlos alivió mi contratiempo.



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